San Blas nació en la ciudad armenia de Sebaste a mediados del siglo III. La leyenda le tiene como un médico, entre otras razones porque realizó el milagro de salvar a un niño por una espina que tenía clavada en la garganta. Este episodio es el origen de las rogativas a san Blas para los males de garganta o cuando un niño ha tragado algo que no consigue expulsar. «San Blas bendito, que se ahoga este angelito».
Fue elegido obispo por los fieles de Sebaste, cuya diócesis quedó vacante tras una persecución anticristiana de Diocleciano. Al no cesar la violencia contra los seguidores de Cristo, san Blas se vio obligado a refugiarse en las montañas; desde allí mantenía contacto con sus fieles de forma esporádica y secreta.
Un día se atrevió a bajar para visitar en secreto a san Eustracio, preso en la cárcel y cuyo martirio era inminente. San Blas no escapó al escrutinio de los verdugos de su amigo: presentado al prefecto de la ciudad, fue juzgado por blasfemo y se le ofreció la libertad a cambio de renunciar al cristianismo y adorar a los dioses de Roma, amén de derramar unos granos de incienso en la pira.
Se negó e inmediatamente los esbirros del prefecto le apalearon, le colgaron de un gancho, despedazaron su cuerpo con la ayuda de un garfio y le decapitaron. Unas mujeres que se untaron con restos de su sangre fueron condenadas a morir por blasfemia.