El mismo ayer y hoy y siempre - Alfa y Omega

El mismo ayer y hoy y siempre

«Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes

Alfa y Omega
Detalle del ábside de San Clemente de Tahull, donde se observa al Pantocrátor rodeado por la mandorla

«Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos» (1990). «La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. A ella se refiere la pastoral ordinaria, que debe estar más animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles. El primer anuncio se impone también en los países de antigua evangelización» (2012). «La Iglesia que nos llama constantemente a una nueva evangelización, nos pide poner gestos concretos que manifiesten la unción que hemos recibido. Los tiempos nos urgen. Tenemos que salir de nuestra cáscara y decir a todos que Jesús vive, y que Jesús vive para él, para ella, y decírselo con alegría» (2013): ¿cabe mayor sintonía que la que puede apreciarse entre estas tres llamadas a la nueva evangelización, respectivamente, de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI y del entonces cardenal Bergoglio, en su Carta para la Semana Santa de este año, que celebró ya como Papa Francisco? En su reciente entrevista a La Civiltà Cattolica, con su propia personalidad, diferente sin duda a la de su predecesor, como la de éste respecto a Juan Pablo II, sigue apreciándose la misma sintonía: «Tenemos que anunciar el Evangelio en todas partes, predicando la buena noticia del Reino y curando, también con nuestra predicación, todo tipo de herida y cualquier enfermedad».

En estas mismas páginas, tras la elección del Papa Francisco, con los citados párrafos sobre la nueva evangelización, así como otros sobre diversos temas esenciales para la vida de la Iglesia, y por tanto para la vida de la Humanidad, se mostraba la armoniosa continuidad del Evangelio proclamado por los sucesores de Pedro, desde el comienzo mismo de la Iglesia, y de un modo bien significativo respecto a algo tan vital como la familia, que «es —decía el entonces cardenal Bergoglio en 2007— condición necesaria para que una persona tome conciencia y valore su dignidad: en nuestra familia se nos trajo a la vida, se nos aceptó como valiosos por nosotros mismos». No puede ser mayor la sintonía con sus inmediatos predecesores: «La familia —decía Juan Pablo II en su primer viaje a España, de 1982— es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene»; y Benedicto XVI, en su mensaje a la Fiesta de las Familias, de 2009, en Madrid, nos dijo: «La familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos». Los estilos y el modo de expresar la única verdad del Evangelio, su novedad permanente, son diferentes, como lo somos cada uno —Dios no nos ha creado en serie: cada ser humano es único e irrepetible, ¡justamente por ser imagen de Dios!—, y por eso mismo aparece la belleza admirable de la auténtica unidad, que identifica a la Iglesia, imagen del Dios Uno en la Trinidad, que no destruye las diferencias, sino que resplandecen al formar parte de un único Cuerpo. ¿Qué belleza puede hallarse en la uniformidad, en la homologación?

Ahí está la belleza de los santos, la belleza de la Iglesia semper reformanda, porque vive de veras, vive de Aquel que hace nuevas todas las cosas, con esa novedad que el mundo desconoce, la novedad que no envejece, porque brota de Quien es el mismo ayer y hoy y siempre. En su homilía del pasado lunes, en la Misa celebrada en la capilla de la residencia de Santa Marta, el Papa Francisco preguntaba cuáles son los signos de la presencia del Señor, «¿una bonita organización? ¿Un gobierno perfecto?». El Evangelio del día dejaba claro que «al Señor le gusta sorprender» y así «desplaza el centro de discusión»: toma a un niño a su lado y dice: «El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí. El más pequeño de vosotros es el más importante». Y sigue el Papa, sin duda teniendo en mente el Consejo de 8 cardenales con vistas a la reforma de la Curia romana: «Los que dejamos aparte cuando pensamos en un programa de organización serán el signo de la presencia de Dios: los ancianos y los niños. Los ancianos porque llevan consigo la sabiduría de su vida, de la tradición, de la Historia, la sabiduría de la Ley de Dios; y los niños porque son también la fuerza, el futuro, los que llevarán adelante con su fuerza y con su vida el futuro». Por eso, «un pueblo que no se ocupa de sus ancianos y de sus niños no tiene futuro, porque no tendrá memoria ni tendrá promesa». Por eso en la Iglesia no hay ruptura, hay continuidad, traspasada de la belleza y la alegría de los santos, de los que saben, como niños, dejarse coger por el Señor: ahí está el precioso testimonio de Juan Pablo II y Juan XXIII.

En qué consiste este dejarse coger por el Señor, lo dejó bien claro el Papa Francisco, en la pasada Vigilia de Pentecostés: «En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación». Y el Santo Padre concluye: «Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia». Porque su Señor es el mismo ayer y hoy y siempre.