Quien acaricia a los pobres, toca la carne de Cristo... - Alfa y Omega

Quien acaricia a los pobres, toca la carne de Cristo...

…dice el Papa Francisco. A España siguen llegando miles de inmigrantes cada año. Muchos, piensan que vienen a traer el ébola, a colapsar la sanidad y a quitarnos el trabajo. Pero hay otros que hacen vida el magisterio de la Iglesia. Curan las heridas de las vallas, aminoran el dolor de la pérdida, y fomentan la ilusión por el futuro que traen estos niños -120 en lo que va de año-, hombres y mujeres. «Nos tienen que doler sus heridas», dice Reyes, una malagueña que lleva 13 años abriendo su casa a jóvenes y familias enteras de inmigrantes. «Son un regalo de Dios»

Cristina Sánchez Aguilar
Gabriel Delgado, Secretario de Migraciones de Cádiz, con jóvenes inmigrantes en un piso de acogida de la diócesis gaditana. Foto: Joaquín Pino/Diario de Cádiz

Desde que empezó el año 2014, alrededor de 3.500 inmigrantes han sido interceptados en las costas españolas, según los últimos datos de la Agencia Frontex. Un dato que constata un aumento del 35 % con respecto al mismo período del año pasado. 120 de ellos son menores de edad. Unos alcanzan la tierra española escondidos en los bajos de un camión o de un autobús. Otros vienen en patera. También los hay polizones de barco. En España, cuando se certifica que son menores, la ley del Menor funciona. «Es una de las leyes más avanzadas que hay. Están muy protegidos», afirma don Gabriel Delgado, Secretario de Migraciones de la diócesis de Cádiz y Ceuta. El problema es el día que cumplen los 18 años, cuando toda esa protección desaparece, y sólo les queda la calle. «Nosotros atendemos a estos jóvenes con los recursos de la Iglesia, pero sin subvenciones ni ningún tipo de apoyo», añade.

Es el caso de Alí Moustafá. Tiene 16 años y llegó a Cádiz desde Ghana hace un mes y medio. Que tiene esa edad es una suposición. Un médico, tras realizar la pertinente prueba ósea, sostiene que tiene 18 años. Otro, certifica que podría tener entre 15 y 18. La diferencia es importante: si es menor, la ley le ampararía hasta la mayoría de edad y la Junta de Andalucía se haría cargo de darle un techo, manutención, educación y sanidad. Si no, se irá a la calle. Ante la duda, el juez dictamina que tiene 18 años, y el procedimiento que se sigue con él es el del resto de adultos: Alí pasa 51 días de encierro en un Centro de Internamiento (CIE) en Tarifa. Cuando sale, se dirige -como tantos otros- al Secretariado de Migraciones de Cádiz, donde Gabriel, junto con un amplio equipo de trabajadores y voluntarios, sospechan del dictamen del juez. «Él nos dice que tiene 16 años. Se le ve en la cara. Así que nos ponemos manos a la obra para que el chico contacte con su familia y pueda pedir el certificado de nacimiento, porque este documento prima en la legislación», afirma Delgado.

No es un proceso rápido. Mientras, el equipo de la asociación Cardijn -apellido de Joseph Cardijn, fundador de la Juventud Obrera Cristiana, la JOC- se encarga de él. «Se le nota el sufrimiento», dice Juan Carlos Carvajal, coordinador de la asociación. Normal. Alí cuenta a Alfa y Omega cómo salió de su Ghana natal con tan sólo 12 años. Su familia estaba desperdigada por el país, y él estaba solo y sin futuro. Así que emprendió un viaje de 4 años, hasta alcanzar el sueño europeo. Por el camino ha sufrido pérdidas, como la de «una persona que me acompañaba desde mi país, que era como de mi familia, y que murió en el bosque», explica con tristeza.

Junto a Alí está Benoit, un joven camerunés de 25 años que vive en uno de los pisos que la Iglesia en Cádiz pone a disposición de los inmigrantes que necesitan un tiempo más largo de estancia en la provincia. Benoit habla un tímido español, pero sabe contar su historia con firmeza. «Tardé 6 años en llegar hasta España», explica a este semanario. Salió con 19 años de su tierra con un objetivo: «Era el hermano mayor, y mi familia no podía hacerse cargo de mí. Así que decidí venir a Europa para trabajar y ayudarlos». Benoit, que ha sobrevivido todos estos años gracias a las limosnas que le daban en las mezquitas de Marruecos y Argelia, tiene ahora otra motivación aún más fuerte para continuar buscando trabajo en España: «Mi hermano pequeño quiere ser sacerdote en Camerún, y quiero ganar dinero para enviárselo», afirma. No lo tiene fácil: durante su estancia en el país marroquí, un policía le agredió con la porra y le dejó sin un ojo. «Nadie le atendió allí, tuvimos que llevarle al hospital corriendo en cuanto pisó tierra española», recalca Juan Carlos Carvajal. Después de varias operaciones, Benoit luce una prótesis, y reconoce sentirse «bien, porque la gente es muy buena conmigo. Me siento en familia». Y lo más llamativo: no siente ningún rencor. «Admiro a estos chicos, tienen un corazón limpio que no siente odio», señala Gabriel Delgado.

Historias como la de Benoit y Alí se cuentan por miles. Sobre todo después del 11 de agosto. «Hubo una llegada de inmigrantes masiva a las costas gaditanas, como no la recordábamos hace años», sostiene el Secretario de Migraciones.

1.240 historias más

En tres días, 1.240 subsaharianos provocaron el caos en Tarifa. La Guardia Civil habilitó dos polideportivos de urgencia, para atenderlos a todos, darles de comer y poder derivarlos a otros recursos. Uno de ellos, la diócesis. «Tuvimos 266 chicos en los pisos de acogida», afirma Gabriel. Algo que fue posible gracias al equipo y los voluntarios de Cardijn y el Secretariado de Migraciones, pero también «gracias a los otros inmigrantes que viven en nuestros pisos, que han querido cuidar de ellos, cocinar y ayudarles en todo lo necesario», añade Juan Carlos Carvajal. Cachí es uno de ellos: un joven pakistaní que se ha afanado en cocinar para cientos durante las acogidas de emergencia. Icham, de Marruecos, le acompaña entre fogones.

Cádiz es lugar de paso para muchos. «Los chicos tienen claro su destino final. Algunos van en dirección a Francia o Alemania, y otros tienen compatriotas en pueblos de España», afirma Carvajal. Así que, en cuanto pueden, se marchan. En el Ejido, en Almería, se encuentra una gran colonia de inmigrantes marroquíes. Allí está Begoña Arroyo, de la Fundación CEPAIM y voluntaria de Cáritas, que trabaja en la acogida de estos jóvenes. «En verano se nota mucho la llegada masiva. Sólo en el día de hoy, mi compañero y yo hemos atendido a más de 50 personas, que llevan tan sólo 4 días en España», explica Arroyo, que lleva desde 2001 atendiendo a los inmigrantes que llegan a la costa almeriense.

Por aquel entonces, ya había chabolas en El Ejido: «La gente llegaba desde cero, y se asentaba en las afueras de la localidad sin lo más mínimo: sin agua, sin luz ni alimentación», afirma. La cosa no ha cambiado mucho con los años, aunque Begoña reconoce que, en la zona, no se pasa hambre: «La generosidad de los vecinos es patente. Siempre hay fruta o verdura en los invernaderos que se dona para los inmigrantes». Para Arroyo, lo más importante «es mirar a la cara a estos hermanos que llegan y llamarlos por su nombre». Y aconseja: «Es el momento de no mirar a otra parte y recordar que no vienen a quitarnos lo nuestro, porque nuestro primer mundo ya se ha aprovechado antes de todo lo que tienen ellos».

Reyes, con una familia de inmigrantes nigerianos en la parroquia

La casa de Reyes

También hay personas particulares que desafían la creencia generalizada de que los inmigrantes vienen a traernos el ébola, a quitarnos las plazas para la guardería de nuestros hijos o el puesto de camarero en el bar de la esquina. Estos ángeles de la guarda, lejos de prejuzgar, abren las puertas de su casa a jóvenes y familias enteras que llegan a las costas españolas con lo puesto, con más miedo que vergüenza, y con muchas, muchísimas ganas de vivir. Son personas como la malagueña Reyes Cordón, que define la llegada de inmigrantes al vecindario como «uno de los mejores regalos que Dios ha hecho a mi familia».

Año 2001. La primera oleada de subsaharianos llega a España. Principalmente proceden de Nigeria, un país con el primer Presidente democrático en 16 años, pero con 12 Estados del norte adheridos a la sharia que mataron a cuchillo a más de 2.000 personas, en un intento de islamización de la zona -nada nuevo bajo el sol-. «Un día llegó a la asociación de vecinos de mi barrio -un barrio obrero de Málaga- una pareja jovencita de nigerianos. Ella estaba embarazada, y no hablaban una palabra de español. Ni siquiera tenían dónde pasar la noche», cuenta Reyes. Un miembro de la asociación vecinal, también de la Hermandad Obrera de Acción Católica, contó el caso al grupo parroquial: «Mi marido habla inglés, así que quedamos con la pareja», afirma. Ahora son padrinos del niño. Fue a partir de ese día cuando, preocupados por una realidad que se acrecentaba en la zona, crearon un grupo en la parroquia, «para que los cristianos seamos conscientes de que tenemos que abrir nuestras casas a los inmigrantes, y darles la acogida que se merecen».

Trece años después, la casa de Reyes y su familia es un referente en el barrio. Una noche reciente, Mario, un chico nigeriano, llamó a su telefonillo a las 5 de la madrugada. «Venía empapado y lleno de arena de la playa. Nos contó -en un incipiente español, aprendido en las clases de la parroquia- que los vecinos de la casa donde compartía habitación con otros cuantos subsaharianos, habían llamado a la policía. Como no tenía papeles, se asustó y se marchó corriendo. Tras un día y una noche enteras vagando por la playa, se acordó de mi casa y vino», cuenta la malagueña. Reyes se emociona cuando recuerda lo reconfortado y tranquilo que se sintió Mario después de un café, una ducha y una persona que se preocupaba por él. «Nos tienen que doler sus heridas, físicas y emocionales. Son de carne y hueso, igual que nosotros», reivindica.

Reyes reconoce que «convivir con personas que han sufrido estas experiencias tan duras han hecho que mi familia y yo veamos la vida de otra forma». Y pone como ejemplo a sus hijos, que «nos decían, desde bien pequeños, que no querían un juguete o un capricho porque la mamá de su amigo Mosi, con ese dinero, tenía para comprar comida toda la semana». Ellos han crecido «valorando que nos privásemos de cosas para ayudar a estas familias», añade.