La meta: ser santos - Alfa y Omega

La meta: ser santos

Alfa y Omega

«Elevo al Señor fervorosas oraciones en sufragio para que acoja en el gozo eterno a este siervo suyo bueno y fiel»: así decía san Juan Pablo II, en el telegrama que envió al Vicario General del Opus Dei, tras conocer la noticia de la muerte de don Álvaro del Portillo, en la madrugada del 23 de marzo de 1994, y encomendarlo en la Santa Misa. Poco después, el Papa santo, como se ve en la foto que ilustra este comentario, oraba ante el cuerpo muerto de don Álvaro, mientras recordaba -decía también el telegrama- «el ejemplo de fortaleza y confianza en la providencia divina que siempre ofreció». Eso, justamente, es el secreto de la santidad. Es decir: el secreto de la vida.

Y así lo decía el próximo nuevo bienaventurado, precisamente en la solemnidad de Todos los Santos de 1984: «Llegar al cielo es lo único que importa, hijos míos. Es la meta de todos nuestros anhelos, la dirección de todas nuestras pisadas, la luz que debe iluminar siempre nuestro caminar terreno. No me perdáis nunca de vista que en la tierra estamos de paso: No tenemos aquí morada permanente, dice el escritor sagrado. Varios millares de hijos míos han dado ya el gran salto. A todos nos ha de llegar ese momento, que hemos de preparar con nuestra pelea diaria, sin agobios de ningún género, porque es un salto en brazos del Amor». No eran meras palabras, sino la experiencia vivida de su Bautismo, que lo hizo hombre en toda su verdad: ¡hijo de Dios, heredero del cielo! No es un adorno la fe cristiana, ciertamente, ¡es la esencia de lo humano! De tal modo que sólo Cristo cumple la vida de todos y cada uno de los seres humanos. Sin Él, el hombre no es más que la pasión inútil que reconocía el famoso ateo del siglo pasado Jean Paul Sartre. La única verdadera utilidad, lo único que importa, en expresión de don Álvaro, no puede ser más que ser santos. Y lo subrayó con toda claridad, años después, el mismo san Juan Pablo II, en la Misa de canonización de quien don Álvaro fue –con palabras del Papa en el telegrama del día de su muerte– «estrecho colaborador y benemérito sucesor». De san Josemaría, aquel 6 de octubre de 2002, evocó su «enseñanza actual y urgente» para alcanzar la santidad, la vida humana lograda, «santa y llena de Dios», con estas palabras: «El creyente, en virtud del Bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital. ¡Está llamado a ser santo!».

En su Carta pastoral, del pasado 17 de mayo, tras promulgar el Papa Francisco el Decreto de beatificación del Venerable Álvaro del Portillo, «sacerdote nacido y ordenado en Madrid. ¡Un madrileño universal!», mostrando el gran gozo que supone «para toda la Iglesia y de modo muy singular para la archidiócesis de Madrid», su cardenal arzobispo, don Antonio María Rouco, no dudó en destacar que la figura del nuevo Beato «se une a la de tantos de sus hijos e hijas que, en el siglo XX, vivieron su específica vocación cristiana heroicamente como una vocación a la santidad». Y es que no hay otro modo de ser cristiano, es decir, de ser auténtico hombre y mujer, creado a imagen y semejanza de Dios. No lo hay. Por eso, el cardenal Rouco añade que «los santos hacen la Iglesia; y la Iglesia necesita, sobre todo y ante todo, de mujeres y hombres santos». Y, consecuentemente, los necesita la sociedad entera. Son los santos, en efecto, los que han hecho, hacen y seguirán haciendo crecer en humanidad verdadera al mundo.

Lo decía bien claro san Josemaría Escrivá: «Estas crisis mundiales son crisis de santos». Lo ratificó, con su lúcido y penetrante magisterio, Benedicto XVI, al calificar la crisis que padecemos, en su Carta de convocatoria del Año de la fe, de «una profunda crisis de fe». De tal modo que sólo los hombres y mujeres de fe, ¡los santos!, son la esperanza del mundo. La verdadera ciudad del hombre, digna de quien está llamado a su plenitud en la ciudad de Dios, ciertamente, la construyen los santos. Así lo expresaba el mismo Papa Benedicto, en su encíclica Caritas in veritate, de 2009, recordando, no ideas abstractas, sino los hechos bien concretos de la historia de los hombres, que «la ciudad del hombre no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión», en definitiva, con la caridad, ¡Dios mismo! No otra cosa es ser santos, y así alcanzar la meta de todos nuestros anhelos, en palabras del nuevo Bienaventurado Álvaro del Portillo. Un Maestro de santidad, como decimos en la portada de este número de Alfa y Omega, que supo hacer vida el mensaje de Caritas in veritate: «La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana».