29 de abril: santa Catalina de Siena, la santa que ofreció su vida por «lavar la cara a la Iglesia»
Mujer, laica y analfabeta. Catalina no tenía ninguna papeleta para ser nadie, ni en la Iglesia ni en el mundo, pero tuvo más arrestos que el Papa y todos los cardenales de su tiempo juntos
Hoy es patrona de Europa y doctora de la Iglesia, pero cuando nació nadie daba un duro por ella. Apenas supo leer ni escribir, pero tuvo siempre la seguridad y la certeza de que Dios le había dado la misión de llevar su Palabra a los hombres más importantes de su tiempo.
Catalina Benincasa nació en Siena el 25 de marzo de 1347. Era la penúltima en una familia de 25 hermanos. Cuando tenía 6 años, volviendo con su hermano de jugar en la calle, vio a Jesucristo bendiciéndola desde el cielo. Ya entonces tenía una fuerte predisposición a las cosas de Dios, y en los años siguientes creció el tiempo que dedicaba a la oración. Para imitar a los padres del desierto, hizo de un pequeño cuarto de su casa su celda particular, donde pasaba el rato rezando y ofreciendo sacrificios. Más tarde, cuando su familia la quiso casar, ella se rebeló y hasta llegó a cortarse el pelo al cero para disuadir a sus padres.
Durante aquellos años frecuentaba la iglesia de Santo Domingo, donde pasaba muchos ratos a la sombra del fundador de la Orden de Predicadores, y llegó a pedir el ingreso en su Orden Tercera. Como no sabía leer, rumiaba la Palabra que escuchaba allí y se alimentaba de los sacramentos. Con 20 años experimentó un fenómeno místico por el que se casó espiritualmente con Jesucristo: «Me desposo contigo y te doy una fe que no vacilará jamás», le dijo Él.
La suya fue una unión orientada desde el principio a la misión. En 1370 escuchó de Jesús: «Catalina, tu pequeña habitación ya no será tu morada». Desde entonces lo fue el mundo. Así, salió de su cuartucho y comenzó su vida pública. En 1374 se la vio en las calles de su ciudad atendiendo en cuerpo y alma a los enfermos por la peste negra. También se dedicó a enviar cartas –se conservan casi 400 de ellas– a los principales protagonistas de la historia de Europa en aquel momento, y eso a pesar de que era todavía una joven sin letras.
En apenas diez años escribió al Papa, a reyes y príncipes, a nobles y damas de la alta sociedad… «Eso no se puede entender si no llevaba con ella la fuerza del Espíritu», explica el dominico Germán Pravia, autor de un trabajo de investigación sobre la santa. «Su confesor, Raimundo de Capua, que luego fue maestro general de la orden, reconocía que nadie puede sustraerse al calor de sus palabras, donde ardía el fuego del Espíritu Santo. La gente la escuchaba y percibía con claridad que lo que decía venía de Dios, porque estaba impulsada por una fuerza superior. Eso era una señal de la presencia de Dios en ella».
Al crecer su notoriedad, fueron varios teólogos a disputar con ella y ridiculizarla, «pero todos acabaron convencidos. Incluso el Papa y sus cardenales se mostraron sorprendidos por su fiereza y su seguridad. Vivía y hablaba sin miedo», afirma Pravia.
«Santo Padre, ¡virilmente!»
Eran los años en los que hasta siete Papas se sometieron a las presiones de la corona francesa, situando la sede del papado en Aviñón desde 1309. Ese vergonzante período de la historia de la Iglesia solo concluyó cuando Catalina, en 1376, se dirigió a la ciudad francesa para convencer a Gregorio XI de la necesidad de volver a Roma. «Catalina era muy fiel a la Iglesia. Tenía un amor muy grande por ella, pero también una osadía y un carisma de profecía muy grandes», afirma Germán Pravia. «Ejerció ese don desde dentro, con amor, no desde la crítica». De modo que ofreció a Dios su vida por «lavarle la cara a la Iglesia», como le pidió el Señor en uno de sus coloquios.
«No tardéis más, pues por vuestra demora han venido muchos inconvenientes», le espetó al Pontífice, que en septiembre de 1376 hizo las maletas y partió camino de Roma, adonde llegó en enero del año siguiente. Durante el viaje su ánimo desfalleció, por lo que hizo llamar a la joven. «¡Ánimo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar», le exhortó ella.
Toda esta actividad de Catalina no ocultó nunca su vida mística. Como terciaria dominica compartió con la Orden de Predicadores la pasión por la verdad. En este sentido, Pravia destaca una de sus frases: «La verdad está en la sangre de Jesús». Para el dominico, toda la espiritualidad de la santa italiana gira en torno a esta clave: «La sangre del Señor es el testimonio de su vida entregada, porque sabía que solo el amor es verdadero».