La fe cristiana, antes que la nación - Alfa y Omega

La fe cristiana, antes que la nación

L’Osservatore romano ha publicado un texto de Joseph Ratzinger sobre el Concilio Vaticano II. Se trata de una homilía en la que, entre tras cosas, el ahora Papa emérito lamenta los estragos del nacionalismo entre los católicos a lo largo del siglo XX. «La nación es un valor, y ello no se quiere contestar. Pero allí donde se absolutiza se vuelve peligrosa», decía el entonces cardenal, en 1997. «En la historia de los últimos ciento cuarenta años vemos cuánta sangre y cuántas lágrimas se han derramado a causa de la embriaguez del nacionalismo, no sólo en Europa, sino en todo el mundo. Y esto porque todos (también nosotros cristianos, nosotros católicos) eran en general ante todo alemanes, franceses, italianos, ingleses, y sólo en un segundo momento cristianos y católicos»

Redacción

Se trata de una homilía, incorporada en un libro con 164 voces que quiere condensar el pensamiento teológico de Joseph Ratzinger, publicado en 2012 en Alemania por Herder. De la edición se ocupó el arzobispo de Friburgo y presidente de la Conferencia episcopal alemana, monseñor Robert Zollitsch, en colaboración con el Institut Papst Benedikt XVI de Ratisbona. Edita ahora el libro en italiano la Librería Editrice Vaticana.

El diario de la Santa Sede lo presenta como una «antología breve y valiosa», y, como anticipo, publica esta homilía de 1997:

El Concilio Vaticano I tuvo lugar justamente en el momento en que, al término de la guerra franco-alemana, surgieron dos nuevos grandes estados nacionales: Alemania e Italia. Contemporáneamente el Estado de la Iglesia, el poder temporal del papado, desaparecía definitivamente del mapa y de nuestra historia. En aquel momento el Vaticano I arrojó luz sobre el carácter puramente espiritual, libre de todo estorbo temporal, del papado; lo describió nuevamente partiendo del seguimiento del Cristo carente de poder terreno también en la sucesión, igual que Pedro, el pescador, le había seguido, sin poder alguno, hasta la crucifixión en Roma.

Por todo esto podemos experimentar un poco de alivio y de pesar respecto al pasado: alivio por el hecho de que decayó mucho de aquello que complacía; tal vez también pesar por algo que se habría querido conservar. Es importante, sin embargo, que en el momento en que el principio de la nación celebró el no es el grupo por el que simpatizamos, es la conciencia -que a menudo es sólo un nombre de cobertura para nuestros deseos personales y nuestras opiniones- la que se comprende como última instancia. Todo ello posee un valor propio, pero se percibe, y es verdadero y justo, sólo si se enmarca en la gran verdad de proprio triunfo, cuando incluso la nación se adoraba, el Concilio le contrapuso el principio de la unidad. La nación es un valor, y ello no se quiere contestar. Pero allí donde se absolutiza se vuelve peligrosa.

En la historia de los últimos ciento cuarenta años vemos cuánta sangre y cuántas lágrimas se han derramado a causa de la embriaguez del nacionalismo, no sólo en Europa, sino en todo el mundo. Y esto porque todos (también nosotros cristianos, nosotros católicos) eran en general ante todo alemanes, franceses, italianos, ingleses, y sólo en un segundo momento cristianos y católicos. Hemos olvidado demasiado lo que aprendimos precisamente de la Escritura, o sea, que todos nosotros en nuestra diversidad, que debía ser riqueza del estar juntos, estamos destinados a ser juntos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, una gran familia, y que particularmente significativa que se conciba como nación dominante o preelegida, sino que más bien resulta unificado a través de quien puede unir cielo y tierra -Jesucristo-. Así, el hecho de situar el principio de la unidad por encima de los confines nacionales, aunque lamentablemente veleidoso en nuestra historia, ha resultado de gran actualidad y no sólo para entonces.

Tal principio de unidad es urgente también hoy, pues nos hallamos dentro de tantísimos entrelazamientos y dependencias políticas y económicas que ya nadie puede salir de ahí. Hasta el punto de que queremos retirarnos en la dimensión espiritual, religiosa, en nuestro mundo, en nuestro caparazón. Entonces, si nuestro ser una sola cosa a partir de Dios Padre, de Jesucristo. Por este motivo debemos estar todavía hoy agradecidos por el hecho de que exista el Papa como punto de referencia de la unidad, como fuerza visible de la unidad; deberíamos reconocer el hecho de que la unidad no es sólo don, sino que más bien nos plantea exigencias, y sólo después puede enriquecernos; deberíamos esforzarnos por compartir en la gran unidad lo que es nuestro, de forma que seamos capaces de recibir también de los demás.

¿Cuál es entonces el mensaje del Concilio Vaticano II? De la multiplicidad de sus textos no es fácil extrapolar el mensaje central. Pero deberíamos recordar que el Concilio Vaticano I se disolvió por la guerra entre los pueblos; que no pudo llegar a un mensaje conclusivo. Así el Vaticano II continuó lo que entonces se había interrumpido, y dio forma a la palabra definitiva sobre la Iglesia, y esa palabra pronunciada nuevamente sobre la Iglesia es Cristo. La primera frase del texto sobre la Iglesia dice así: «La luz de los pueblos es Cristo» (Lumen gentium 1). Por lo tanto, la Iglesia existe para transmitir esta luz. No existe para ella misma, sino como ventana que deja penetrar la luz de Cristo en este mundo nuestro.