Fray Junípero Serra, el misionero compasivo - Alfa y Omega

Fray Junípero Serra, el misionero compasivo

El 23 de septiembre, durante su viaje a Estados Unidos, el Papa Francisco canonizará a este misionero español, evangelizador y fundador de muchas de las ciudades de la Alta y la Baja California

Carlos González García

Fray Junípero Serra vio la luz de este mundo por vez primera un lunes de noviembre de 1713, a la vez que el frío y la nieve inundaban de niebla la aldea de Petra, en Mallorca. Sus padres, de facciones humildes e ideales esculpidos a jirones de fe, lejos de aceptar un cielo nublado donde quedarse a vivir, se fiaron de la Providencia y consagraron todo cuando tenían a la educación religiosa de su tercer hijo, bautizado con el nombre Miguel José.

Desde pequeño, el futuro apóstol de California –que adoptaría el sobrenombre espiritual de Junípero, en honor a uno de los primeros compañeros de san Francisco de Asís– intuía que los latidos que laceraban su paz tenían algo que contarle. El Dios de los pobres rompía todos sus silencios, resucitaba sus razones y enhebraba sus sueños con una prosa que nada ni nadie, en este mundo roto e indeciso, podía regalarle. Su vocación religiosa bramaba en la voz y el sufrimiento de los esclavizados, se resquebrajaba con los desamparados, temblaba de ternura en cada aliento franciscano. Antes, incluso, de profesar sus votos perpetuos, tenía tatuadas en el alma la pobreza, la castidad y la obediencia, y se dejaba amanecer en cada una de ellas cada vez que el eco de las sombras irrumpía en medio de su noche.

Después de unos años en que destacó como predicador y profesor de Filosofía y de Teología en la universidad, prometió continuar con la obra que Dios estaba cincelando con sus manos. Fue ordenado sacerdote a los 24 años.

En el idioma de los abandonados

La vocación misionera fue despertando en Junípero a pálpitos agigantados, a medida que trazaba cada huella de su vida. Su mirada se vestía en el idioma de los desnudos, de los abandonados, de los abatidos por la herida del hambre y la tristeza. En el reflejo de cada una de sus lágrimas siempre iban inscritas las causas perdidas y las esperanzas que se había llevado el recuerdo. Quería marchar, ansiaba marchar. Y así fue. Se despidió de sus padres, pero no tuvo valor para decirles adiós con su mirada; lo hizo por carta, consciente del dolor que les dejaría, de que jamás volvería a verlos y de la cicatriz que, para siempre, permanecería abierta en sus almas.

En 1749 embarcó hacia América para consagrar el resto de sus días a Dios; primero, con los indios mexicanos y, finalmente, con los indígenas que poblaban las entonces tierras de California. Pero antes de partir, se despidió de sus hermanos de comunidad, con quienes compartía gozos y angustias, anhelos y temores, dudas y fe. Les pidió perdón a cada uno de ellos y, antes de dejarles su abrazo, besó sus pies. Fue su última cena, su última despedida, su último Getsemaní.

Estatua de Fray Junipero en el Capitolio, en Washington D. C. Foto: ABC

La llaga de la misión

Fray Junípero, nada más clavar sus pies en América, decidió recorrer 100 leguas andando, fiel a la semilla que sembraron en su vergel san Francisco de Asís y Jesús de Nazaret. Peregrino del Amor primero, se hizo mendigo de la tierra que debía recorrer y, en medio del camino, se le abrió una llaga en una pierna que, como su Dios, no le abandonaría nunca. Sin embargo, la herida jamás venció sus ganas de servir; al contrario, fue la cruz que besó –y siempre agradecido– todos y cada uno de sus días hasta alcanzar las puertas del Cielo.

Junto a otros compañeros, permaneció en Sierra Gorda, a 30 leguas de Querétaro, durante ocho dificultosos años. Aun así, le plantó cara al poder, a los que intentaron acabar con su vida y a las circunstancias que hacían, de aquella misión, un rosario de alegrías y tristezas. Pero él, fiel a su promesa de aceptar la cruz a favor de la liberación y salvación de todos los pueblos indígenas, veía en ellos el rostro mismo de Jesús: inocente y ajusticiado, deseoso de que todos renaciesen en cada entraña de su misterio.

Para todos, dignidad

Se dejaba desleír en cada dolor ajeno, educando al corazón del sufriente y haciendo ver a todos los indios que en él, en su vida, en su misión, podían descubrir el significado de la palabra hogar. Poco a poco, con la llaga arrastrando su andar en cada una de sus huellas, fue evangelizando y fundando muchas de las ciudades de la Alta y la Baja California: San Diego, Monterrey, Carmelo, San Antonio, San Gabriel, San Luis, San Francisco, Santa Clara, Santa Bárbara, Los Ángeles… El aliento de cada una de ellas respira su espíritu, sin más argumentos que la medida del servicio, sin más razones que el dejarse amanecer en ese silencio de abandono que une a los que se fían, que conquista a los que se aman.

Voz de los sin voz que hoy se hace realidad en una eternidad de Gloria. Santo. Por darse al perseguido, por defender al marginado, por recobrar la dignidad del cautivo; por mirar a Jesús, por besar a la Madre a la que tanto rezaba y por dar su propia vida en un solo suspiro.