Quizás lo más genuino de la acogida en un monasterio, en un albergue, como es nuestro caso, es que nadie nos deja indiferente. Todo el que llega deja su huella dactilar, cordial, en la hoja en blanco que su estancia entre nosotras abre del libro de acogidas.
Los sábados sale la comunidad con las personas que han venido a algún encuentro y hacemos una velada. Un matrimonio renovaba su alianza esponsal y daba gracias a Dios porque esperaban un hijo después de varios años de matrimonio. Ante la vocación de paternidad habían solicitado una adopción. La apuesta era radical: por un niño de nuestro país y con una minusvalía grave. A punto de ser confirmada la adopción, ella anuncia su embarazo… Los dos expresaron su enorme gratitud. Llegaría la hija de la sangre, la tan esperada… y más adelante, el hijo o la hija que nadie quería. Nos dejaron ver esa doble cualidad del amor que construye hacia dentro, creando una comunión estrecha, y hacia afuera, dando la vida.
Lo que no sabían ellos es que, entre los que estaban presenciando el testimonio, había una pareja a punto de romper su compromiso matrimonial, que habían perdido la confianza mutua, que habían dejado de ser morada el uno para el otro y habían construido una distancia fría e insuperable. ¿Qué tendrá la fuerza del testimonio, para provocar un cambio? La pareja que había perdido toda esperanza se fue, dispuesta a comenzar de nuevo. Como el primer día.
Al final del día recé con las palabras de Simeón, convencida de que Él se había hecho presente en la vida de estos peregrinos que iban de paso por nuestro Monasterio. «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación».