Un monasterio en el Vaticano - Alfa y Omega

Un monasterio en el Vaticano

El monasterio de clausura Mater Ecclesiae se prepara para recibir a Benedicto XVI, que continuará el ministerio de oración que han desarrollado allí, desde 1994, varias comunidades de contemplativas. Escribe en L’Osservatore romano Giulia Galeotti:

Giulia Galeotti

Estos días de abril un sol benévolo acompaña los últimos trabajos de reestructuración de un monasterio único en la cristiandad por ubicación y carisma. Único en aquello que será, pero también único en lo que ha sido en su breve pero ya antigua historia.

El monasterio Mater Ecclesiae está aquí mismo, moderno y adecuado, casi en el centro del minúsculo territorio vaticano. Ante él, un raro ejemplar de Erythrina crista-galli, el así llamado árbol de ceibo originario de Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay, con sus inconfundibles inflorescencias rojo vivo.

«El fin específico de esta comunidad es el ministerio de la oración, adoración, alabanza y reparación. Para ser así plegaria orante en el silencio y en la soledad, en apoyo al Santo Padre en su solicitud cotidiana por toda la Iglesia». Así se lee en los estatutos de fundación del monasterio, pensado y querido hace más de veinte años por Juan Pablo II, a mitad de la ladera de la colina vaticana, en la parte que desciende hacia la basílica, entre el actual paseo del Observatorio y las antiguas murallas leoninas.

Fue el 13 de mayo de 1994. Ese día, en los jardines vaticanos, la recién formada comunidad femenina de vida contemplativa asumía una tarea nueva y antigua a la vez. En forma inédita, en efecto, el Mater Ecclesiae se introducía en la larga tradición de mujeres que -desde el Calvario- han sostenido, orando, el camino de Jesús, y después el de los apóstoles y el de los sucesores de Pedro.

Los primeros estudios para el proyecto se iniciaron en 1989, mientras que datan de 1992 los trabajos propiamente dichos para convertir en monasterio de clausura -y ampliar con una nueva construcción- el edificio elegido. Construido a inicios del siglo XX y conocido como «Casetta Giardini», el pequeño y sencillo edificio se había pensado para la gendarmería. Luego su destino cambió varias veces, desde residencia de los jesuitas directores de la Radio Vaticano a sede de oficinas.

Entre capilla, coro, obrador, cocina, refectorio, celdas, biblioteca, hospedería, locutorio, enfermería y otros locales de esparcimiento, la comunidad femenina rotaría. Se decidió, en efecto, que el convento acogiera, por turnos de cinco años (luego reducidos a tres), a una comunidad religiosa de clausura y de entrega a la vida contemplativa, elegida por el Papa.

Por indicación de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica.

Parte importante de la estructura es su pequeña huerta, durante dieciocho años trabajada, atendida, cultivada y amada por las religiosas para proveer al Pontífice y a la comunidad. Verdura y fruta cultivadas de forma natural, pero también mermeladas y conservas. Con espíritu de oración y trabajo, las religiosas se ocuparon, entre otras cosas, de la restauración de pergaminos, de la confección de mitras y casullas para obispos y para el Papa, del cuidado de sus vestidos, del bordado. Con un amor totalmente especial por el cultivo de las flores: entre las preferidas de Benedicto XVI, las perfumadísimas rosas blancas dedicadas a su predecesor.

De 1994 a 2012 se sucedieron en el monasterio vaticano cuatro órdenes claustrales: clarisas, carmelitas descalzas, benedictinas y visitandinas. Y si cada una de ellas trajo su propio espíritu y tradiciones, lo hizo conservando reglas y constituciones en dependencia directa al Papa; bajo el amparo de María, representada en la parte superior de la fachada externa del monasterio. Este vínculo con la Virgen, Madre de la Iglesia, será luego confirmado solemnemente en dos ocasiones: en el año del Jubileo y en 2006. En el vigésimo quinto aniversario del atentado al Papa Wojtyla, de hecho, el Mater Ecclesiae acogió la imagen de la Virgen de Fátima.

Al final de la mañana del viernes 13 de mayo de 1994, aniversario de las apariciones a los pastorcillos y del atentado en la plaza de San Pedro, llegaron las clarisas. Manifestación de la internacionalidad querida expresamente por Juan Pablo II, las siete religiosas llegaron de Nicaragua, Italia, Croacia, Bosnia, Canadá y Filipinas. La octava, ruandesa, estuvo temporalmente bloqueada por la guerra que destrozaba su país. Cinco años después, el 15 de octubre -memoria litúrgica de santa Teresa de Jesús- llegaron nueve carmelitas descalzas; provenían de Italia, España, Polonia, Bélgica e Israel.

En 2004 fue el turno de ocho monjas benedictinas, llegadas de Filipinas, Italia, Francia y Estados Unidos. Su ingreso tuvo lugar el 7 de octubre, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María del Rosario. Benedicto XVI celebró dos veces la misa con ellas en el monasterio, a las 7.30 de la mañana, en cada ocasión en un clima de gran alegría. La fiesta del 7 de octubre fue elegida también cinco años después, en 2009, cuando ingresaron en el monasterio las visitandinas, a quienes el Papa les dio públicamente la bienvenida el 24 de noviembre. Fueron siete las religiosas de la Orden de la Visitación de Santa María (fundada por Francisco de Sales y por Juana Francisca de Chantal): seis españolas y una italiana. «Vuestra oración, queridas hermanas, es muy valiosa para mi ministerio», les dijo el Papa ese domingo, después de rezar la oración mariana del Ángelus.

En sus años de vida, del monasterio Mater Ecclesiae ha brillado la riqueza y la variedad de la Iglesia. En la vocación y en la proveniencia geográfica se manifestó su auténtica catolicidad. Con la visita diaria de cardenales, obispos, religiosos y laicos, a lo largo de los años las religiosas han relatado la profundidad de una experiencia inigualable de Iglesia, de cercanía al Pontífice y de compartir comunitario. Oración, encuentro, mirada del mundo y de la cristiandad con ojos distintos: en el redescubrimiento del propio carisma y de la dimensión universal de la Iglesia.

Cuando el Papa Ratzinger «vino a visitarnos por primera vez -contó en 2008 la priora benedictina, la madre Maria Sofia Cichetti, a nuestro colega Nicola Gori- nos pidió con mucha humildad y con sufrimiento paterno rezar en especial por él, porque, dijo, la cruz del Papado es algunas veces pesada y por lo tanto solo no puedo cargarla. Necesito del apoyo y de la oración de toda la Iglesia, pero en especial (…) de vosotras que tenéis esta misión específica».

Cinco años después Benedicto XVI ha decidido cargar directamente sobre sus propios hombros esa «misión específica». Y desde ese mismo monasterio donde tanto se ha rezado por él, será él quien rece por su sucesor y por toda la Iglesia.