28 de junio: san Heimerad, el loco al que azotaron hasta que halló la paz - Alfa y Omega

28 de junio: san Heimerad, el loco al que azotaron hasta que halló la paz

Tras una peregrinación a Tierra Santa, fue de monasterio en monasterio para buscar su lugar. Lo echaron de todos hasta que se estableció en una colina, donde rezaba y hacía milagros

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
San Heimerad de Lothan Roher. Pintura propiedad de la familia Sauter. Foto: Merggie Ratajczak.

Siempre se cumple el dicho de que no hay dos santos iguales. En el caso de san Heimerad, la expresión es rigurosa: posiblemente no hubo ni habrá otro personaje tan particular como él en la historia de la Iglesia. Algunos datos de su biografía son inciertos y quizá pertenezcan más a la leyenda que a la realidad. Debió de nacer hacia el año 970 en Messkirch, entre el Danubio y el lago Constanza, a los pies de la Selva Negra alemana. Dicen que procedía de una familia de la nobleza local, pero otras fuentes le dan como huérfano, hijo de una mujer que había sido violada.

De su infancia y juventud no se sabe nada más que sus años al servicio de una familia de alta posición y su ordenación sacerdotal, cuando tenía en torno a 30 años. Hacia el 1006 se dedicó a realizar numerosas peregrinaciones por santuarios de Alemania, yendo cada vez más lejos, hasta visitar Roma y llegar a Tierra Santa. En este último viaje se le quedaron grabados especialmente dos lugares: el monte de los Olivos y el Gólgota, dos montículos elevados llenos de las soledades de Cristo y que inspiraron el destino de Heimerad los últimos años de su vida.

Al volver a su país se empeñó en un peregrinaje muy distinto: caminó de monasterio en monasterio buscando su lugar en el mundo, pero fue echado de todos ellos, a veces con violencia y destemple. Primero fue el convento de Memleben, de donde fue expulsado sin motivo conocido que haya llegado hoy hasta nosotros. Luego llamó a las puertas del monasterio benedictino de Hersfeld. Allí vivió algunos años, pero cuando llegó el momento de hacer los votos, se negó en redondo. Dicen que entonces se puso a denunciar las malas costumbres que se vivían en la comunidad y el abad lo empezó a insultar y azotar hasta sacarlo. Ya fuera del monasterio siguió gritando y denunciando, además, que no había sido tratado según su alta alcurnia, pues afirmaba ser hermano del mismísimo emperador.

El abad lo denunció entonces al obispo local y este lo mandó apresar para azotarlo también. Pero no acabaron ahí las desdichas de Heimerad. Su caso llegó a oídos de la emperatriz Cunegunda, quien también mandó que se le pegara. Sin embargo, cuando terminó este último castigo, el santo dijo a Cunegunda lo siguiente: «El emperador y yo somos hermanos porque tenemos el mismo Padre en el cielo». Y ahí fue cuando la emperatriz, que llevaba una vida de fe y sería declarada santa tras su muerte, le pidió perdón.

Otros modelos

La vida de san Heimerad se inserta en la tradición de los saloi de la Siria del siglo IV, anacoretas que se hacían pasar por locos, y también en la de otros santos vagabundos más modernos, como san Benito José Labre, que pasó su vida peregrinando de santuario en santuario sin casa fija.

Lejos ya de Hersfeld, Heimerad se movió por el país, pero siguió haciendo de las suyas. Al llegar a Kirchberg irrumpió a gritos en una capilla y fue expulsado nuevamente. En Ditmold, el vagabundo se peleó con el sacerdote local, quien, debido a su actitud agresiva y apariencia descuidada, le llamó «diablo» y azuzó a los perros para que abandonase la ciudad. Finalmente, encontró un lugar en la región de Hasunger Berg, en una colina sobre la que levantó una pequeña capilla. Aquel lugar elevado fue su particular monte de los Olivos, su Tabor y su Gólgota. Allí pudo descansar y rezar y allí se apaciguó su carácter.

Muchos empezaron a visitar este lugar para escuchar los consejos de aquel santo loco que al fin había encontrado la paz. De todo el país llegaban campesinos y nobles. Hasta el mismo obispo que un día le azotó llegó hasta él para pedirle perdón. La emperatriz Cunegunda siguió en contacto con él y las crónicas de la época refieren numerosos milagros obtenidos por su oración. Se convirtió en el guardián de la montaña, la atalaya sobre la que vibraba una luz que no era suya, sino de Dios. Finalmente, entregó su vida al Señor en junio de 1019, reverenciado como uno de los mayores santos de su tiempo.

«Lo inusual en san Heimerad es su naturaleza radical, que difiere mucho de nuestra forma de vida», afirma Stefan Blanz, su biógrafo. «Es impresionante cómo pudo hacer posible su vida espiritual como sacerdote en su camino errante y supone una especie de contrapunto a nuestro habitual carácter sedentario».