Nacido en 1876 en una Francia que se encontraba en los inicios de su giro laicista, el beato Brottier, tras recibir la ordenación sacerdotal, se dio cuenta que Dios le impulsaba a ser misionero. De ahí que en 1902 partiera hacia Senegal como miembro de la Misión del Espíritu Santo. En el país africano solo permaneció doce años, debido a su precaria salud.
Pero le quedaban por delante los mejores momentos de su vida: de vuelta a su país natal, inició un ministerio centrado en la asistencia a niños y jóvenes abandonados. Dicho esto, el beato Brottier no podía ignorar que Francia estaba sumida en la I Guerra Mundial y se ofreció para ejercer de capellán en el frente. Su labor entre los soldados fue distinguida con la Legión de Honor y la Cruz de Guerra.
Ya en tiempos de paz, el beato Brottier fue nombrado director de la Casa de Huérfanos Aprendices de Auteuil. Un dato: cuando llegó, en 1923, el establecimiento contaba con 175 alumnos; trece años después, cuando murió en 1936, eran alrededor de 1.400. Y sin llamar nunca la atención. ¿Su secreto para llevar a cabo una obra tan fecunda en medio de las vicisitudes? Ponerse siempre en manos de Dios.