«Doy gracias a Dios, pues la batalla está ganada» - Alfa y Omega

«Doy gracias a Dios, pues la batalla está ganada»

El 13 de abril de 1534, hace 480 años, santo Tomás Moro rehusó prestar juramento a la nueva Ley de Sucesión promulgada por Enrique VIII, ley que suponía la culminación de la separación de la Iglesia inglesa de la católica-romana. Tal gesto lo dispuso al martirio

Catalina Roa

La nueva Ley de Sucesión resumía todo el nuevo poder asumido por el rey Enrique VIII tras una serie de leyes previamente aprobadas por el Parlamento desconociendo la autoridad papal. El tema sucesorio -la legitimidad dinástica de los hijos de Ana Bolena- era sólo una pequeña parte de un texto que reafirmaba la nulidad del matrimonio entre Catalina y Enrique VIII, disponía que ninguna autoridad humana podría validar tal matrimonio, y amenazaba con penas de alta traición a quienes se opusieran a lo dispuesto por la ley, obligando a jurar asentimiento al contenido del texto normativo a cualquier súbdito. En principio, sólo se amenazaba con prisión de por vida y pérdida de los bienes.

La obligación del juramento era algo que Tomás Moro había temido: el rey se proponía acallar por ley las conciencias, de manera que no pudieran objetarse sus procedimientos. De hecho, cuando Moro supo la anulación del matrimonio de Enrique VIII con Catalina y la declaración de validez del contraído con Ana Bolena, dijo a su yerno William Roper: “Quiera, Dios, hijo, que estos asuntos no tengan que ser confirmados con juramentos”. Una vez aprobada la Ley de Sucesión por el Parlamento, los miembros de las dos Cámaras prestaron juramento, sin que ninguno, incluidos los obispos, lo rechazasen. Tomás Moro no era miembro del Parlamento, además era laico. No obstante, por su prestigio, fue citado para firmar el juramento a la Ley.

Ya hacía dos años que Tomás Moro había dejado de ser Canciller del rey, cargo que había aceptado bajo la promesa de Enrique VIII de que no le forzaría a obrar contra su conciencia respecto a su matrimonio con Catalina. Renunció a su puesto con afán de no inmiscuirse en asuntos públicos, sino retirarse a una vida de oración y práctica de la piedad personal y familiar. Sin embargo, desde entonces había sufrido una persecución que no fue buscada, aunque él no cejó en su defensa de la fe católica ante cualquier manifestación que considerara herética. Ejerció de propio defensor, el más brillante abogado inglés, ante las acusaciones de soborno, de oposición a la política real o de engañar al rey a las que se tuvo que enfrentar desde que abandonara el puesto de Canciller. Nunca pudieron condenarlo por tales cosas. Siempre había sido leal a su rey.

Sin embargo, la necesidad de forzar a Tomás Moro a jurar esta nueva Ley de Sucesión nos hace presumir lo peligroso que desde su retiro de la vida pública podía parecer para los proyectos e intereses que se estaban gestando aquel hombre libre, aquel hombre bueno, y delata a contraluz la maldad de tales proyectos. El día 13 de abril, tras confesar, oír misa y comulgar, Moro se encaminó al Palacio de Lambeth donde había sido citado para jurar la Ley. En el viaje, permaneció reflexivo y silencioso, hasta que dijo a su yerno: «Hijo, Roper, doy gracias a Dios pues la batalla está ganada».

Tomás Moro no firmó el juramento la Ley de Sucesión. Tampoco declaró las razones por las que no lo hacía. Fue oficialmente arrestado y llevado a la Torre de Londres. Desde allí escribió a su hija Margaret: «Que el Señor me mantenga siempre fiel, franco y sincero; de lo contrario, le suplico de corazón que no me deje vivir más. Ni busco ni deseo una vida larga (como te he dicho a menudo, Meg), sino que bien contento estoy yéndome si Dios me llama de aquí a mañana. Y al Señor doy gracias de que no sepa de nadie en esta vida a quien me gustaría ver sufrir ni tan sólo un alfilerazo por causa mía; y por este estado de ánimo estoy más alegre que si se me ofreciera el mundo entero».

Se trataba de una especie de arresto preventivo, no respaldado por ninguna condena penal. Hubo que promulgar una nueva Ley de alta traición e idear varias trampas para encontrar legalmente culpable a Moro y condenarlo a muerte. En su último alegato en el Parlamento, tras 14 meses en prisión, santo Tomás Moro mostró ante sus jueces la misma certeza victoriosa que manifestó a su yerno: «Por un obispo de los vuestros, yo tengo a mi lado más de cien santos; y por cada Concilio o Parlamento de los vuestros (Dios sabe de qué manera se ha hecho), yo tengo todos los Concilios realizados durante los últimos mil años; y por este reino, yo tengo a Francia y todos los otros reinos cristianos».

Santo Tomás Moro fue decapitado el día 6 de julio de 1535.