Vida eterna - Alfa y Omega

Vida eterna

XVIII Domingo del tiempo ordinario

Juan Antonio Martínez Camino
El Salvador (detalle), de Juan de Juanes

Casi seguro que el mayor problema espiritual de hoy es la falta de esperanza honda y verdadera. Según las encuestas, son más los que creen en Dios que los que esperan la vida eterna. ¿Qué esperan esos creyentes? ¿Cuál es para ellos el objeto de ese movimiento del alma que nos hace desear un futuro mejor y mayor? ¿Esperan lo mismo que los que se declaran ateos o agnósticos?

No es fácil saber qué esperan los que no esperan la resurrección y la vida eterna. Algunos de ellos dicen que se conforman con esperar vivir una vida honrada hasta el final de sus días. Que basta con la satisfacción del deber cumplido y de no hacer el mal o, al menos, de intentar en serio no hacerlo. Pero uno se pregunta si ellos no se preguntan por la suerte de tantas víctimas inocentes que mueren a manos de verdugos que las asesinan creyendo que hacen un servicio a la Humanidad. O, sin ir tan lejos, qué pasa con los hermanos que se maltratan y combaten por una herencia; con los esposos que se traicionan y con los niños caprichosamente condenados a vivir sin un padre y una madre que se quieran y los quieran. ¿Cómo puede haber verdadera esperanza, si no es para todos, especialmente para los que han cometido el mal que ellos no pueden resarcir y para los que han sufrido un mal insuperable en esta vida?

Es cierto que el mero deseo de justicia, por más justo que sea, no es de por sí suficiente para pensar que haya realmente esperanza para las víctimas ni para los verdugos. Pero se trata de un deseo tan imperioso, que va tan unido a las fuerzas vitales del espíritu humano, que es muy difícil creer que pueda ser un deseo vacío y sin sentido.

Las palabras de Jesús hallan un eco profundísimo en nuestras almas: «Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna; el que os dará el Hijo del hombre». Son palabras que estábamos esperando. Ellas aseguran que el deseo de justicia que mueve el alma de los humanos no es un deseo vacuo y carente de objeto. Nuestro trabajo en el mundo puede tener frutos de vida eterna. No somos prisioneros del tiempo ni de la muerte. No estamos encerrados en nuestra propia finitud ni en nuestro pecado.

Nuestra pobreza de ser y de hacer es tan grande que no vamos desencaminados cuando sospechamos que no hay salida humana de ella. Hay algo bueno en esa resignación de quienes piensan que hemos de contentarnos con el tiempo de nuestra vida mortal y con la suerte que nos quepa en ella. Es una postura que puede ser signo de humildad. Pero, en todo caso, no es una humildad de la buena. Es una postura, en el fondo, autorreferencial, de quien se niega a recibir el don mayor que toda pobreza: el don que Dios nos quiere hacer de su vida eterna.

La esperanza de la vida eterna insufla en el alma una energía incomparable. La que alienta en la vida admirable de los mártires y de los santos. No sólo de los oficialmente reconocidos como tales. También de esos que conocemos y que sabemos que viven en la verdadera humildad de una vida silenciosa, sacrificada y serena. Una vida iluminada por la alegría espiritual de quien no pasa hambre ni tiene sed de cosas del mundo, porque ha gustado del Pan del Cielo, anticipo de vida eterna.

Evangelio / Juan 6, 24-35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaum en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» Jesús les contestó: «Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna; el que os dará el Hijo del Hombre, pues a este lo ha sellado el Padre, Dios».

Ellos le preguntaron: «¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?» Respondió Jesús: «Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado». Ellos le replicaron: «¿Y qué signo vemos que haces tú para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo». Jesús les replicó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero Pan del cielo. Porque el Pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».

Entonces, le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les contestó: «Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed».