Pentecostés: fiesta del Espíritu Santo - Alfa y Omega

Pentecostés: fiesta del Espíritu Santo

José Babé

Pentecostés es, junto con Pascua de Resurrección, una de las fiestas más importantes de la Iglesia. En una se nos recuerda la labor redentora de Cristo, el cual, siendo inocente, cargó con nuestra culpa y pecado para que tuviéramos vida, y además en abundancia. En la otra, se celebra la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, cuando se encuentran reunidos en oración en el cenáculo.

Pentecostés (=cincuenta) se celebra a los cincuenta días del Domingo de Resurrección, y tras la festividad de Ascensión. Por lo que respecta al origen de esta fiesta, existen varias tesis. Para unos, se trata de una celebración con la que el Pueblo de Israel agradecía a Dios la abundancia de las cosecha. Para otros, era un símbolo de la Alianza de Dios con su pueblo que culmina con la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés, en el Sinaí.

La liturgia de esta festividad hace una constante referencia al Espíritu Santo y a labor iniciada por los apóstoles, gracias a su acción, en los albores del cristianismo. El libro de los Hechos de los Apóstoles retrata cómo el Espíritu actúa en la vida de los discípulos llevándolos en su labor evangelizadora, hasta los confines de la tierra, entonces conocida.

Uno de los símbolos del Espíritu Santo, aparte del de la paloma, es el fuego; en consonancia con ello, y en recuerdo de las lenguas aparecidas sobre los apóstoles y la Virgen, el sacerdote viste con casulla roja.

Para esta festividad, la liturgia recoge la posibilidad de celebrar una vigilia, la noche anterior a la fiesta. Esta vigilia se celebra con especial fervor en grupos como la Renovación Carismática y el Camino Neocatecumenal. En ellas se ora, se adora y se pide su presencia vivificadora y liberadora.

Las lecturas hacen referencia a la presencia del Espíritu Santo y a sus efectos vivificadores. La lectura de Ezequiel 37, 1-4 recuerda cómo recuperan vida unos huesos secos; la profecía de Joel anuncia algunos dones que se manifiestan con el Espíritu. Las lecturas del Nuevo Testamento recuerdan la ya mencionada oración en el Cenáculo y la exhalación del aliento de Jesús sobre los discípulos para que reciban el Espíritu Santo, antes de ascender al cielo. Antes de estas lecturas se lee la secuencia Ven Espíritu Santo (Veni Sancte Spiritus) y en las vísperas el himno Veni Creator.

Pentecostés es el Espíritu Santo, es la promesa viva hecha por Jesucristo cuando estuvo en la tierra. Su sacrificio era fundamental para la salvación del hombre, no en vano su muerte abrió el acceso a todos los cristianos al Sancta Sanctorum, en el antiguo templo. Un lugar reservado únicamente al sacerdote, tras pasar un largo proceso de purificación.

Su resurrección y la ascensión al cielo no han dejado al hombre solo. Era necesario que el Paráclito viniera a la tierra. Desde entonces, el Espíritu ha estado actuando, animando y guiando a la Iglesia, y a los cristianos, por las vicisitudes y arideces de los tiempos y del mundo.

Al igual que ocurriera con los apóstoles, a los que sacó de su encierro y les animó a predicar, el Espíritu Santo anima a los cristianos en su diario vivir. Con sus dones, impulsa a quienes se han adentrado en la aventura de la fe a realizar actos difícilmente comprensibles para la mente racionalista, que impera en estos tiempos. Pueden ser sorprendentes, como perdonar a quien presenta una denuncia falsa para defenderse en un juicio; al jefe que despide injustamente a un empleado y que cuando éste se entera de que está enfermo acude a visitarlo; o asistir a la cárcel a entrevistarte con quien te intentó asesinar y perdonarlo, como ocurrió con el Papa Juan Pablo II. En otras ocasiones, tiene tintes más heroicos, como ofrecerse voluntariamente a morir de hambre y sed como hizo el padre Kolbe, en sustitución de un padre de familia, en un campo de concentración nazi.

Son, en suma, actos sólo entendibles a la luz de la fe. Si se analizan de cerca, tienen como denominador el amor y el perdón, los cuales son las vías por las que transcurre el tren de la fe en el que viaja el creyente, hasta su destino.

El final del evangelio de San Juan dice que Jesús hizo muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Con esta frase, el evangelista no concluye su evangelio; antes bien, deja la puerta abierta a la acción del Espíritu Santo, cuyas señales y presencia acompañan al cristiano y a la Iglesia hasta la culminación de los tiempos.