Dios tiene su lugar en el Elíseo - Alfa y Omega

Dios tiene su lugar en el Elíseo

La laicidad granítica que inspira la vida oficial de Francia no ha sido óbice para que sus presidentes hayan tenido inquietudes espirituales. De Gaulle siempre fue impulsado por una fe intensa; Mitterrand nunca aclaró sus creencias, pero murió con una estampa de san Francisco en su mesilla de noche

José María Ballester Esquivias
El general De Gaulle en oración

Desde que, en 1905, Francia optase por la separación radical entre el Estado y las Iglesias, pasó a convertirse en el baluarte de la laicidad. «La República no reconoce ni subvenciona ningún culto», reza la ley que promovió, impulsado por el resentimiento, el antiguo seminarista Émile Combes.

Pese a todo, la sombra de la trascendencia ha planeado sobre la vida y obras de seis de los siete presidentes de la V República, que rige los destinos de Francia desde 1958. La excepción es François Hollande, el actual inquilino del Palacio del Elíseo. Es lo que demuestra el periodista Marc Tronchot en su último libro, Les Présidents face à Dieu (Los presidentes frente a Dios).

François Mitterrand recibe a Juan Pablo II en Lyon, en 1986

El menos complejo es el general Charles de Gaulle. Educado en una familia católica, tuvo un recorrido espiritual estable, constituido no sólo por la asistencia a Misa, sino también por una cosmovisión en la que la fe ocupaba un lugar destacado. Pero dejando las cosas bien claras: «Soy un francés libre, creo en Dios y en mi patria y no soy el hombre de nadie».

Lo que significaba, según él, anteponer siempre el interés general a cualquier otra consideración. «Vienes a decir Misa al Elíseo, pero no al presidente de la República», le precisaba siempre a su sobrino carnal, el misionero François de Gaulle, cuando acudía muchos domingos –los que su tío pasaba en París– al palacio presidencial a celebrar la liturgia. Más claro, el agua. Asimismo, si De Gaulle sacó adelante una ley –aún en vigor– bastante favorable a la enseñanza católica, también autorizó –a regañadientes– la píldora anticonceptiva.

De Gaulle no solía comulgar en público, salvo en los países en los que la fe estaba perseguida. No dudó en recibir ese sacramento de forma visible con motivo de sus visitas a Polonia y a la Unión Soviética. El estadista orgulloso que era tampoco obvió inclinarse antes los papas Juan XXIII y Pablo VI cuando los visitó en el Vaticano.

«¿Un socialista no tiene derecho a creer en Dios?»

Quien sí pasó un mal rato en presencia de Pablo VI fue Valéry Giscard d’Estaing, cuya visita a Roma se produjo poco después de que el Parlamento galo aprobase la despenalización del aborto. Por si fuera poco, Giscard –católico rutinario, pero impregnado de mentalidad científica– tuvo la osadía de revelar el contenido de la conversación.

Giscard d’Estaing con Juan Pablo II durante su viaje a Francia, en 1980

Años más tarde, según se acercaba la elección presidencial de 1981, quiso recuperar los favores de los católicos recibiendo por todo lo alto a Juan Pablo II. De nuevo, volvió a cometer una torpeza: «Santo Padre, el pueblo francés le desea la bienvenida en la tierra del país que una larga tradición designaba como la hija primogénita de la Iglesia». Designaba, en pasado. Días después, vino la respuesta del Papa: «Francia, hija primogénita de la Iglesia, ¿qué hiciste de las promesas de tu Bautismo?» Más claro, el agua.

Menos claro era François Mitterrand, que solía decir que sólo se sale de la ambigüedad en su propio perjuicio. Una máxima perfectamente válida para su vida espiritual. Nacido católico, profesó abiertamente la fe durante su juventud. Según Tronchot, fue la II Guerra Mundial la responsable del alejamiento de Mitterrand de la práctica religiosa.

¿Y de la fe? Nunca se supo del todo. Él mismo se hacía preguntas. «Escuchaba a mis padres hablar con tristeza de esa Iglesia tan alejada de los humildes. La Biblia alimentó mi infancia. ¿Cómo, después de semejante aprendizaje, y de cierto distanciamiento respecto de él, no fui capaz de comprender que un socialista tenía derecho a creer en Dios?» La incógnita empezó a despejarse según se acercaba la muerte: un mes antes de dejar este mundo hizo desviar el trayecto de las reliquias de santa Teresa de Lisieux para contemplarlas; y murió con una estampa de San Francisco de Asís en su mesilla de noche.