Eugenio d'Ors sobre la Primera Guerra Mundial - Alfa y Omega

Eugenio d'Ors sobre la Primera Guerra Mundial

En el centenario de la Primera Guerra Mundial, leemos el análisis que con motivo de su décimo aniversario publicaba en ABC el escritor Eugenio d’Ors. En una de sus famosas glosas periodísticas, d’Ors pone a los niños por encima de los acuerdos diplomáticos, como emblema de una verdadera y necesaria reconciliación, y reclama que la voz del pueblo pueda llegar directamente a quienes gobiernan y temen con responsabilidad, como los humildes, las guerras. Ofrecemos, a continuación, el texto completo:

Colaborador

Cuatro años duró la gran guerra. La post-guerra, seis. El período acaba apenas de cerrarse. Registremos la emoción del dichoso momento.

Algo nos dice que –esta vez, sí– nuestra Europa puede ya darse de alta de aquella atroz herida de 1914.

Diez años. Diez años perdidos para el Espíritu. Tiempo de violencia, de puños en pelea o en crispación. Y –siempre lo de nuestro Antonio Machado– «no nacen ideas de los puños».

Una generación se ha visto, en la prueba, sacrificada. No hablo ahora precisamente de los caídos en los combates. Hablo de los que hoy han de ponerse a realizar, a los cuarenta años, la obra que era legítimo esperar de ellos a los treinta.

Para algunos, semejante aplazamiento significa ya la renuncia.

Los otros han de resignarse con un cuadriplicado esfuerzo. Hay un interés compuesto a la inversa para los déficits de la vida.

El peregrino de los caminos de Europa advierte ya en todas partes las primeras trepidaciones de estas energías, que han tenido que permanecer sin empleo durante la década miserable.

De ellas se forma el primer coro, en el concierto de la gratitud, en honor de mister MacDonald, en honor de M. Herriot.

La rúbrica de los niños

M. Herriot ha dicho en Londres: «Hemos realizado el primer acto de paz».

Palabra admirable, en la exactitud y en la fuerza. Al acuerdo de Londres podrá oponérsele, de una parte o de otra, tal o cual reparo. Nunca serán reparos del género de los que ha habido que amontonar contra el Tratado de Versalles.

El Tratado de Versalles era todavía un acto de guerra. Esto de ahora, no.

Una colonia escolar alemana, un grupo de ciento cincuenta niños, ha llegado hace pocos días a París, para pasar en París, las vacaciones… Ya no les ha detenido, esta vez, ni el Marne ni el Recelo.

El primer acto de paz cumplido por los representantes de los Gobiernos de Europa tenía ya preparado, en el corazón de los pueblos de Europa, el acompañamiento de una música de paz.

Probablemente –a mayor profundidad que cualquier cuestión de detalle– era esto precisamente lo que al Tratado de Versalles le faltaba: la rúbrica de ciento cincuenta niños.

El convaleciente

Una noticia, relacionada con la firma del acuerdo de Londres, me llama la atención, por encima del relieve que le ha dado la Prensa. Monseñor Seipel, canciller de la Confederación austriaca, ha felicitado, al canciller Marx.

Monseñor Seipel es un enfermero prodigioso. Ha presidido, con una suprema sensatez, toda la convalecencia de Austria… Debe de entender, sin duda, en lo de tomar el pulso. Se lo ha tomado a Europa; y su opinión viene a confirmar el alta dada por los doctores.

A su vez, el presidente sacerdote está convaleciente. A las finuras de su dictamen, por razón de oficio, puede añadir hoy, por razón de estado, las finuras de su sensibilidad.

Cuando Velázquez convalecía de fiebres en Roma, pintó los dos paisajillos de la Villa Médicis… Nunca vio el pintor más claro.

Los intermediarios

Sin necesidad de tener las potencias despejadas hasta ese punto, el atento –aun profano– adivina que en el asunto de la Conferencia de Londres Herriot ha tenido que arreglar un poco de comedia para desarmar a ciertos elementos franceses, y MacDonald algo parecido –de ahí probablemente la última carta–, con ciertos elementos ingleses. Y que Marx tendrá que hacer tres cuartos de lo mismo, ya reintegrado a su Berlín.

¿Quiénes son, en la mecánica política de cada país, esos elementos…? El pueblo no será. El pueblo alemán manda hoy sus hijos a París, y el pueblo francés acoge a los niños alemanes.

No; el pueblo, no. Se trata –¿cómo decirlo?– de intermediarios… ¡Ah!, pero de intermediarios que, en un momento dado, podrían, por ventura, disponer del pueblo. Y hay que velar.

¡Siempre lo mismo! En la política como en la literatura, en el arte como en las costumbres, la posibilidad de una comunicación directa del escogido con el pueblo facilitaría los resultados para cualquier obra de belleza o de bien. La presencia de los intermediarios indispensables lo embrolla todo. Ellos son los que aíslan al escritor o al artista de genio de la simpatía popular, que acaso sin ellos le seguiría –en la historia de Wagner y del wagnerismo se advierte muy claro–, y los que acaso inventen mañana un mal entendido entre Herriot y quien hoy le aclama.

En alguna coyuntura he asistido a una primera representación de Wagner en lugar donde su arte era todavía nuevo. La potencia melódica del autor del Tristán es demasiado rica para no arrebatar a los auditorios más ingenuamente sensuales en música. La claridad del autor de Los maestros cantores, demasiado grande para que el pueblo la entienda. En estas representaciones, pues, la masa del paraíso prorrumpía instintivamente en aplausos. Eran los presumidos de butacas y palcos, tal vez los pedantes de la crítica local, quien siseaba. Eran estos intermediarios fatales quienes declaraban aquello incomprensible o ingrato a la sensibilidad.

¡Ay, hace diez años fueron ellos, ellos mismos, los que desencadenaron la guerra! Dígase lo que se quiera al fabricar una mitología sobre responsabilidades, los que entonces tenían las de cada Gobierno vacilaron, resistieron tal vez. Los altos temían. Los humildes… ¡cómo iban a desear la guerra los humildes! Pero en cada país la tiranía de los intermediarios montó una máquina para imponerla. Para imponerla, arriba y abajo… Alguna vez, como en el caso de Italia, el espectador un poco lúcido pudo asistir a todo el artificioso montaje del mecanismo.

Procurad, para cada gran obra de pensamiento, como para gran obra de acción que intentéis, entenderos directamente con doce pescadores, sin que vuestro mensaje pase por las manos de doce escribas.

Eugenio d’Ors