En plena Edad Media, lo que llevaba de calle a la nobleza era la caza, las mesnadas, los castillos, los puentes levadizos, la destreza en las armas, y quitarle al vecino las tierras, los ganados y, si fuera posible, las mujeres; pareció por un momento —por las actitudes de los señores— que la gloria corría pareja con el analfabetismo. Así está escrito en algunos pocos documentos referentes a transacciones comerciales de la época: «El señor no firma porque es noble».
La cultura se escondía temerosa en los conventos, como en cenáculos. Los monasterios son los únicos educadores hasta el punto de llegar a ser clérigo sinónimo de letrado.
Beda es un inglés nacido en el año 673 que iluminó todo el siglo. Cuando escribió su Historia de Inglaterra –obra hecha con tal objetividad y exactitud que mereció se le haya llamado «padre de la historia de Inglaterra»–, refirió genialmente los orígenes del cristianismo entre los anglosajones desde Agustín de Canterbury, dejándonos al mismo tiempo algunas noticias sobre sí mismo.
Sacerdote de los monasterios de San Pedro y San Pablo de Wearmouth —población donde nació— y Jarrow. A los siete años, su padre lo puso en manos del abad Benito Biscop, después continuaría con Ceolfrido, y siempre vivió en el claustro. Estudió afanoso la Biblia. Se hizo monje y adoptó las formas habituales de la familia religiosa: reza, canta en el coro, aprende, enseña y escribe. Lo ordenó sacerdote el obispo Juan «en tiempos muy bárbaros». En su vida están hermanados el estudio y la oración, sin estorbarse una actividad a la otra, manteniendo un perfecto equilibrio.
Su saber es enciclopédico. No hay rama del saber de su época que no toque. Escribió más de sesenta tratados de Sagrada Escritura por su propia cuenta, lo mismo que sus célebres homilías.
La fama del sabio y edificante Beda, que reúne a más de seiscientos monjes deseosos de escucharle y que le disfrutan con fruición, salta de la isla al continente. El Papa Sergio I le llamó a Roma para consultar asuntos dogmáticos y disciplinares.
Dicen que se le añade a su nombre el calificativo «venerable» por el que se le conoce —tan unido que ya es como un segundo nombre—, porque no podían llamarle «santo» en vida, cuando se leían sus homilías en las iglesias. La leyenda hagiográfica dirá poéticamente que se le llama así porque el obrero que epitafiaba su tumba no sabía qué cosa poner teniendo en cuenta la grandeza de aquel hombre tan sabio y tan santo; le entró sueño y se durmió; al despertar, se encontró esculpida por manos angélicas esta frase: «Hac sunt in fossa, Bedae Venerabilis ossa» (en esta tumba yacen los restos del Venerable Beda).
Murió el sapientísimo monje benedictino de la Nortumbria, el 25 de mayo del 735, con sesenta y dos años. El Papa León XIII lo declaró doctor de la Iglesia, en 1899.