Laudato si, regalo del Santo Padre a la Humanidad entera (II) - Alfa y Omega

En toda la cuestión ecológica hay en el fondo, e inseparable de ella, una cuestión profundamente humana, antropológica, y contiene o subyace a ella siempre una cuestión moral. La ecología, la crisis o la cuestión ecológica, en modo alguno puede sustraerse ni tampoco puede entenderse separada o al margen del hombre, como tampoco puede entenderse la cuestión antropológica, el cuidado y desarrollo del hombre, sin aquello que comporta la defensa y protección de la naturaleza, del cosmos, del ambiente: no se puede valorar la crisis ecológica separándola de las cuestiones ligadas a ella, ya que está estrechamente vinculada a la visión del hombre y su relación con sus semejantes y la creación. Por eso el Papa Francisco acuña una nueva expresión: ecología integral.

El Papa analiza amplia y detenidamente muchas cuestiones de tipo humano y moral a propósito de la ecología que no voy a desarrollar ahora, pero sí que quiero destacar un punto que considero básico: El tema del deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros, los estilos de vida, etc. Ha llegado el momento en que resulta indispensable un cambio de mentalidad efectivo que lleve al hombre a adoptar nuevos estilos de vida, a tenor de los cuales, la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con todos los demás hombres para un desarrollo común, sean los elementos que determinan las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones. Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir de opciones de gran calado en el ámbito ecológico, personal, familiar, comunitario y político. Todos somos responsables de la protección y el cuidado de la creación. Esta responsabilidad no tiene fronteras.

Según el principio de subsidiariedad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que les corresponda, trabajando para superar el predominio de los intereses particulares, en favor de una responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más enraizada en el respeto de la «ecología humana».

Ocuparse del medio ambiente exige una amplia y global visión del mundo -en la que no se puede ignorar al hombre y la visión del hombre conforme al designio de verdad y amor del Creador–; exige también un esfuerzo común y responsable para pasar de una lógica centrada en el interés particular a una perspectiva que abarque el bien común y de todos.

Las relaciones entre las personas, los grupos sociales y los Estados, al igual que los lazos entre el hombre y el medio ambiente, están llamadas a asumir el estilo del respeto y de la «caridad en la verdad»: aquel al que el Papa Benedicto XVI apuntaba ya tan lúcidamente en su Encíclica Caritas in Veritate, que tiene tan profundas consecuencias en todos los órdenes, particularmente por cuanto sitúa al hombre inseparable de Dios, su Creador, y de su proyecto de amor y de verdad sobre todo lo creado, como explica y desarrolla con tanta sencillez y claridad el Papa Francisco.

No podemos olvidar algo que es fundamental y que se silencia frecuentemente: El modo en que el hombre trate el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise su estilo de vida, y consiguientemente su misma visión del hombre. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, a los que subyace una concepción sobre el hombre conforme a la verdad que le constituye, aquella impresa en su gramática humana por el Creador.

La Iglesia tiene una responsabilidad –todos sin excepción la tenemos– respecto a la creación, y la debe hacer valer en público, tiene y siente el deber de ejercer esa responsabilidad en público, no sólo ante sus fieles o en la privacidad de su ámbito, para defender la tierra, el agua y el aire, como dones de Dios creador, dones de la creación que pertenecen a todos porque a todos se los ha dado su Creador. Pero, sobre todo, debe proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo; todos, en general, y la Iglesia de manera particular, ha de hacer valer en público y en privado, a tiempo y destiempo, con ocasión y sin ella, el deber de proteger por encima de todo al hombre frente al peligro de la destrucción de sí mismo: sólo así defenderá la tierra y el ambiente. «Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza» (CV 51).

Se entiende, a partir de aquí, que «no se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social. Los deberes respecto del ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás», con la creación, y con Dios. No se puede olvidar, como dije antes, que «una correcta concepción de la relación del hombre con el medio ambiente no lleva a absolutizar la naturaleza ni a considerarla más importante que la persona misma». La Iglesia, por su misma entraña, por el fundamento que la sustenta, Jesucristo, es un SÍ total al hombre, en lo que le constituye su especificidad: el ser persona. Por eso, permanentemente, aboga por el hombre, enseña y defiende algo que es básico, con frecuencia olvidado, pero sin lo que no hay futuro para la humanidad: el hombre mismo, la dignidad y grandeza del ser, de la persona humana, a la que se refiere la misma creación, la cultura y la historia. Por eso, «el Magisterio de la Iglesia manifiesta sus reservas ante una concepción que nos rodea inspirada en el egocentrismo y el biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes. De este modo se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre, favoreciendo una visión igualitarista de la dignidad de todos los seres vivientes… La Iglesia invita, por ello, a plantear la cuestión ecológica respetando la gramática que el Creador ha inscrito en su obra, confiando al hombre el papel de guardián y administrador responsable de la creación, como señalamos ya al principio, papel del que, ciertamente, no debe abusar, pero del que tampoco debe abdicar. Ni el naturalismo que equipara el hombre a cualquier otro ser de la creación, ni la absolutización de la técnica y el poder humano que termina por atentar gravemente no sólo contra la naturaleza, sino también contra la misma dignidad humana».

Esto tiene que ver mucho con la educación, centrada en la persona, inseparable del cosmos, de la creación, de la naturaleza, y en la formación de la persona para que actúe, en conformidad con su identidad, responsablemente, y respetando fielmente la dignidad inviolable que le corresponde a cada ser humano, con derechos y deberes fundamentales y universales, entre los que destaca como primero el derecho y el deber de la vida. Y por eso es preciso, dentro de una ecología integral, alentar la educación de una responsabilidad ecológica que salvaguarde una auténtica «ecología humana» y, por tanto, afirme con renovada convicción la inviolabilidad de la vida humana en cada una de sus fases, y en cualquiera en que se encuentre, la dignidad de la persona y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el amor al prójimo y el respeto por la naturaleza.

El problema decisivo, pues, será la capacidad moral global de la sociedad y la educación moral de los hombres. «Es preciso salvaguardar el patrimonio humano de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está inscrito en la ley moral natural, que fundamenta el respeto de la persona humana y de la creación», el que reclama una correcta concepción de la relación del hombre con la naturaleza –la suya propia–, más aún, el que exige el reconocimiento de la relación inseparable que existe entre Dios, los seres humanos y toda la creación.

Se entiende así lo que con tanto vigor dijo ya el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Caritas in Veritate: «Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no les ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra el desarrollo humano integral» (CV 51), a cuyo servicio se ha de poner toda la educación. (Aquí es donde habrá que situar las bases del llamado pacto escolar, y sin ello no habrá posibilidad de llegar a un verdadero entendimiento). Esta manera de ver las cosas quedan asumidas y reafirmadas por el Papa Francisco, con grandísimo vigor, en su encíclica Laudato si.

Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros y con la creación. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente, trastorna el ambiente y daña la sociedad (CV 51).

Todo esto requiere un ulterior y último fundamento, dentro de una ecología integral: La verdad, y el amor que la persona desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y el desarrollo en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye –el Amor y la Verdad subsistentes– nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el verdadero desarrollo (CV 52), que es inseparable de una ecología integral.

El aborto y la ideología de género, incompatibles con la ecología integral

Por último, me van a permitir, una concreción obligada en la situación actual refiriéndome a las legalizaciones del aborto y a la ideología de género. El aborto es incompatible con una ecología integral; la ideología de género es contradictoria con la ecología en general, y todavía más con una ecología integral. Lo que se está propugnando desde diversas instancias está en contra de la creación.

Urge superar la ideología de género si queremos salvar el planeta, al hombre, como era urgente superar el marxismo y su concreción, el comunismo, si queremos recuperar la verdad, la verdad del hombre y salvaguardar el futuro de la sociedad.

La desaparición del aborto es una de las exigencias de la ecología, de salvar el medio ambiente y la naturaleza. La superación de la ideología de género es también una exigencia insoslayable de la ecología integral, a la que contradice.