24 de julio: san Charbel, el ermitaño que iluminó las montañas del Líbano
Uno de los santos más queridos por la Iglesia maronita es un sencillo eremita que pasó los últimos 23 años de su vida en soledad y trabajando una viña. Su tumba se iluminó tras su muerte y ya son miles los milagros que ha concedido
Youssef Antoun Makhlouf nació el 8 de mayo de 1828 en el Líbano, en una familia de cinco hermanos. Su padre murió cuando él apenas tenía 3 años, y su madre se casó después con un hombre que luego se ordenó sacerdote en la Iglesia maronita. Dos tíos de Youseff eran ya monjes maronitas y además ermitaños, todo lo cual influyó sobremanera en la fe del pequeño. De hecho, como multitud de niños en todas partes del mundo, él era el encargado de pastorear a las ovejas del rebaño familiar, y contaba en sus largos paseos con un refugio particular: una gruta en la que había colocado una imagen de la Virgen y en la que se refugiaba para rezar en las horas de más calor.
A los 23 años abandonó el hogar familiar y pidió ingresar en el monasterio de Nuestra Señora de Mayfuq, tomando el nombre del mártir sirio Charbel. Dos años después viajaría al monasterio de San Marón en Annaya —donde recibió la ordenación sacerdotal—, un enclave a más de 1.000 metros sobre el nivel del mar desde el que se pueden ver en la distancia las aguas del Mediterráneo. Entre sus muros tuvo como maestro a otro monje santo, Nemetala Al-Hardini, quien aconsejó al joven: «Ser sacerdote, hijo mío, es ser otro Cristo. Y para llegar a serlo no hay más que un camino: el del Calvario. Comprométete sin decaimiento en esta tarea. Él te ayudará».
Al cabo de 16 años tomó la decisión de retirarse a la ermita de San Pedro y San Pablo, dependiente del convento de San Marón, unos 150 metros más arriba en la montaña. Normalmente, la concesión de este deseo era algo cuidadosamente estudiado por el superior del convento, que en principio no estaba por la labor de permitir a Charbel mudarse allí a vivir en soledad. Sin embargo, le acabó de convencer lo que se conoce como el milagro de la lámpara. Un día, un hermano rellenó las lámparas de las celdas con agua en lugar de aceite, pero fue la de Charbel la única que se encendió. El abad vio en ello una señal del cielo, por lo que permitió al monje subir a la ermita.
En soledad, expuesto a las inclemencias del tiempo, pasó Charbel los últimos 23 años de su vida. Dormía sobre una estera de hojas y pieles de cabra, con un madero como almohada, y ayunaba de carne y fruta todo el año. Trabajaba las viñas plantadas años atrás por otro ermitaño, y recibía allí las visitas de quienes subían a hablar con él en busca de consejo, de oración y también de algún milagro.
A mediados de diciembre de 1898 se desmayó mientras celebraba la Misa, y murió la noche de Navidad cuando rezaba una de las oraciones de aquella última Eucaristía. De su tumba surgió durante meses una luz brillante que atrajo numerosas peregrinaciones de fieles. Los monjes decidieron entonces trasladar sus restos y enterrarlos en el convento, y, al abrir la sepultura, se encontraron con su cuerpo incorrupto. Las visitas se redoblaron, a lo que ayudó la difusión de los innumerables milagros que empezaron a concederse por su intercesión. Los registros del monasterio de San Marón atestiguan decenas de miles de ellos, a los que habría que sumar otros tantos en el mundo entero, pues la devoción al santo se ha repartido por todo el globo, siguiendo la estela de las migraciones de los maronitas.
Para todos ellos —además de para todos los cristianos—, san Charbel es, como afirma el obispo Francis Zayek, el primer exarca de los maronitas en los Estados Unidos, «un atleta de la vida espiritual» que da testimonio «de la sed de Dios que se encuentra en cada alma humana».
El Papa Pablo VI, que lo beatificó y lo canonizó en un período de apenas doce años, dijo de él que «con su ejemplo nos hace comprender, en un mundo fascinado por la riqueza y por la comodidad, el valor supremo de la pobreza, la penitencia y el ascetismo como medios para liberar nuestra alma en su ascenso hacia Dios». Para el Papa Montini, Charbel «es como un cedro del Líbano plantado en oración eterna en la cima de una montaña».
Los maronitas atribuyen la fundación de su Iglesia a san Marón, un ermitaño del siglo IV que fundó varios monasterios cuya liturgia se construye en torno al arameo. Son fieles a Roma y hoy son una de las 23 Iglesias de rito oriental que, junto a la latina, conforman la Iglesia católica.
A lo largo de su historia, los maronitas han sufrido numerosas persecuciones, con multitud de mártires. Al principio tuvieron que buscar un lugar seguro, que encontraron en las montañas del Líbano, pero no todos los libaneses son maronitas ni todos los maronitas son libaneses. De hecho, hoy hay muchos maronitas en América, tanto en el norte como en el sur.
Sin embargo, su presencia en el Líbano es un termómetro de la intensidad de los conflictos que suelen afectar a esta parte del mundo. En la actualidad el país se encuentra sumido en una crisis que ha empujado al 80 % de sus habitantes por debajo del umbral de la pobreza, lo cual alienta a muchos a mirar a la emigración como la única salida. Mientras se confirma la fecha de la visita del Santo Padre al país, aplazada por sus problemas de salud, los maronitas libaneses siguen esperando, como los cedros de sus montañas, a que pase la tormenta.