Gratitud y humildad, receta del Papa contra las divisiones que desmiembran a la Iglesia - Alfa y Omega

Gratitud y humildad, receta del Papa contra las divisiones que desmiembran a la Iglesia

La Iglesia es cuerpo de Cristo «porque en el Bautismo Cristo nos hace suyos» y «nos pone uno al lado del otro, al servicio y en apoyo del otro». Sin embargo, en el seno de la Iglesia hay divisiones y tensiones que desmiembran el cuerpo de Cristo. Para combatir estas rupturas, el Papa recomendó poner fin a los celos, reconocer los dones de los demás, ser agradecidos y no considerarse nadie superior a los demás

María Martínez López

Cuando en las comunidades cristianas surgen divisiones, envidias, maledicencias, incomprensión y marginación, el cuerpo de Cristo se desmiembra. Contra ello ha prevenido el Papa Francisco, este miércoles, en la catequesis durante la Audiencia general. Su intervención, sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, ha comenzado explicando los dos sentidos en los que la Iglesia es cuerpo.

En primer lugar, es cuerpo que construye el Espíritu Santo: «Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo solo, edificado en la comunión y en el amor».

Más allá de esto, la Iglesia es cuerpo de Cristo porque «en el sacramento del Bautismo Cristo nos hace suyos, recibiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos luego resucitar con Él como nuevas creaturas. ¡Así nace la Iglesia, y así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo!».

Sin embargo, esta unión íntima entre los miembros de la Iglesia y de ellos con Cristo que construye Dios, puede romperse, y entonces la Iglesia se desmiembra. «Es el inicio de la guerra. La guerra no comienza en el campo de batalla: la guerra, las guerras comienzan en el corazón, con estas incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha entre los demás».

Un corazón celoso nunca es feliz

Para poner fin a estas divisiones, el Papa propuso los mismos remedios que dio el apóstol san Pablo a los corintios, una comunidad que también sufría este problema. Por un lado, habló de la necesidad de luchar contra los celos, porque «un corazón celoso es un corazón ácido, un corazón que en vez de sangre parece que tuviera vinagre. Y un corazón que nunca es feliz, es un corazón que desmiembra a la comunidad.

Un antídoto contra los celos, según el Santo Padre, es «apreciar en nuestra comunidad los dones y las cualidades de los otros, de nuestros hermanos». También «expresar la propia gratitud a todos. Decir gracias: el corazón que sabe decir gracias, es un corazón bueno, es un corazón noble. Es un corazón que está contento».

Como segundo antídoto, el Papa pidió «no considerar a nadie superior a los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a los demás!». Cuando se tenga este pensamiento, «acuérdate de tus pecados, de aquellos que nadie conoce, avergüénzate ante Dios y di: Tú Señor, tú sabes quién es superior, yo cierro la boca. ¡Y esto hace bien!».

Texto completo de la catequesis del Santo Padre

La Iglesia cuerpo de Cristo

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

Cuando se quiere evidenciar cómo los elementos que componen una realidad están estrechamente unidos los unos a los otros y forman juntos una sola cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A partir de apóstol Pablo, esta expresión ha sido aplicada a la Iglesia y ha sido reconocida como su característica distintiva más profunda y más bella. Entonces hoy queremos preguntarnos: ¿en qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué es definida cuerpo de Cristo?

En el libro de Ezequiel se describe una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta una fila de huesos, separados uno del otro y resecos. Un escenario desolador… Imagínense, todo un valle lleno de huesos. Dios le pide entonces que invoque sobre ellos al Espíritu. En aquel momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37, 1-14). ¡Ésta es la Iglesia! Les encomiendo hoy, en casa, tomen la Biblia, en el capítulo 37 del profeta Ezequiel, ¡no lo olviden! Y lean esto, ¡es bellísimo! ¡Ésta es la Iglesia! Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo solo, edificado en la comunión y en el amor.

Pero la Iglesia no es solamente un cuerpo edificado en el Espíritu: ¡la Iglesia es el cuerpo de Cristo! Un poco extraño… pero es así. No se trata simplemente de un modo de decir; ¡lo somos verdaderamente! ¡Es el gran don que recibimos el día de nuestro Bautismo! En el sacramento del Bautismo, en efecto, Cristo nos hace suyos, recibiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos luego resucitar con Él como nuevas creaturas. ¡Así nace la Iglesia, y así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo! El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del cual Él es la cabeza (cfr. Rm 12, 5; 1 Cor 12, 12 – 13).

La que surge, entonces, es una profunda comunión de amor. En este sentido, es iluminante como Pablo, exhortando a los esposos a «amar a su mujer como a su propio cuerpo», afirma: «Así hace Cristo por la iglesia, por nosotros que somos los miembros de su cuerpo» (Ef 5, 28-30). Qué bueno si recordáramos más a menudo lo que somos, lo que ha hecho de nosotros el Señor Jesús: somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede arrancar de Él y que Él recubre con toda su pasión y todo su amor, así como un esposo con su esposa.

Este pensamiento, sin embargo, debe hacer surgir en nosotros el deseo de corresponder al Señor y de compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo. En los tiempos de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchas dificultades en este sentido, viviendo, como con frecuencia también nosotros, la experiencia de las divisiones, de las envidias, de las incomprensiones y de la marginación. Todas estas cosas no van bien, porque, en lugar de construir y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de Cristo, la fracturan en muchos pedazos, la desmiembran. Y esto también sucede en nuestros días.

Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, pensemos en nuestros barrios, cuántas divisiones, cuántas envidias, cómo se habla mal, cuánta incomprensión y marginación. ¿Y esto qué hace? Nos desmiembra entre nosotros. Es el inicio de la guerra. La guerra no comienza en el campo de batalla: la guerra, las guerras comienzan en el corazón, con estas incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha entre los demás. Y esta comunidad de Corinto era así, pero eran campeones de esto, ¿eh?

El apóstol dio a los corintios algunos consejos concretos que valen también para nosotros: no ser celosos, sino apreciar en nuestras comunidades los dones y las cualidades de nuestros hermanos. Pero…los celos: «Aquel compró un coche», y yo siento aquí celos. «Éste ganó la lotería», y celos. «Y ése hace bien esto», otros celos. Y esto desmiembra, hace mal, ¡no se debe hacer! Porque los celos crecen, crecen y llenan el corazón. Y un corazón celoso, es un corazón ácido, un corazón que en vez de sangre parece que tuviera vinagre. Y un corazón que nunca es feliz, es un corazón que desmiembra a la comunidad.

Pero, ¿qué tengo que hacer? Apreciar en nuestra comunidad, los dones y las cualidades de los otros, de nuestros hermanos. Cuando me pongo celoso -porque todos nos ponemos, ¿eh? ¡Todos, todos somos pecadores, eh!- Cuando me pongo celoso decirle al Señor: «Pero… gracias Señor porque has dado esto a aquella persona». Apreciar las cualidades y contra las divisiones hacerse cercanos, y participar en el sufrimiento de los últimos y de los más necesitados; expresar la propia gratitud a todos. Decir gracias: el corazón que sabe decir gracias, es un corazón bueno, es un corazón noble. Es un corazón que está contento porque sabe decir gracias. Me pregunto, todos nosotros, ¿sabemos decir gracias siempre? Y… no siempre, ¿eh? Porque la envidia y los celos nos frenan un poco.

Y por último, éste es el consejo que el apóstol Pablo da a los corintios y que también debemos darnos nosotros, los unos a los otros: no considerar a nadie superior a los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a los demás! También nosotros tantas veces decimos como aquel fariseo de la parábola: «e agradezco Señor porque no soy como aquél», soy superior. Pero esto es feo, ¡no lo hagáis nunca! Y cuando tienes este pensamiento, acuérdate de tus pecados, de aquellos que nadie conoce, avergüénzate ante Dios y di: «Tú Señor, tú sabes quién es superior, yo cierro la boca». ¡Y esto hace bien! Y siempre en la caridad considerarse miembros los unos de los otros, que viven y se donan en beneficio de todos (cf. 1 Cor 12-14).

Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y como el apóstol Pablo, también nosotros invoquemos al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir verdaderamente como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, pero una familia que es el cuerpo de Cristo, y como signo visible y bello del amor de Cristo. Gracias.

Traducción: María Cecilia Mutual, Griselda Mutual / RV