Misioneros de la alegría - Alfa y Omega

Misioneros de la alegría

Con la publicación de la Exhortación Evangelii gaudium, el Papa quiere dar «un sentido programático con consecuencias importantes» a su pontificado, llevando a la Iglesia a un nuevo impulso evangelizador. «No se pueden dejar las cosas como están; ya no nos sirve una simple administración» del pasado; es necesaria una «conversión pastoral y misionera», que lleve a todos la alegría del encuentro con Jesucristo vivo y resucitado. Ofrecemos los principales fragmentos de la Exhortación del Papa:

Redacción
Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría

El Evangelio es alegría

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.

El gran riesgo del mundo actual es una tristeza individualista. Los creyentes también corren ese riesgo. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo. Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos. El Evangelio invita insistentemente a la alegría, pero hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua.

El derecho a recibir el Evangelio

El bien siempre tiende a comunicarse. Un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él.

La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo, o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción.

Estructuras para estar más cerca de la gente

La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo.

Las buenas estructuras eclesiales sirven cuando hay una vida que las anima. Sueño con que toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual, más que para la autopreservación.

La parroquia no es una estructura caduca. Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. Tenemos que reconocer que las parroquias todavía no han dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente.

Quiero invitaros a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años

Las demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de asociación: es muy sano que no pierdan el contacto con la parroquia, y que se integren gustosamente en la pastoral de la Iglesia particular. Esta integración evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces.

La moral debe estar al servicio de lo esencial: Jesucristo

En el mundo de hoy, el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da sentido. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. El anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y, al mismo tiempo, lo más necesario. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio.

Por ejemplo, si un párroco, a lo largo de un año litúrgico, habla diez veces sobre la templanza, y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.

No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio. La predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita, ante todo, a responder al Dios amante que nos salva; si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro.

La Iglesia no es una aduana

Un corazón misionero nunca se encierra, nunca se repliega. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas, sino el lugar de la misericordia del Señor. Uno de los signos concretos de la apertura de la Iglesia es tener templos con las puertas abiertas en todas partes.

Tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es la puerta: el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. A menudo, nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna. Existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos. Afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ¡Dadles vosotros de comer!

La cultura del descarte y la globalización de la indiferencia

No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle, y que sí lo sea una caída de dos puntos en la Bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía. Hemos dado inicio a la cultura del descarte; se ha desarrollado una globalización de la indiferencia.

No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle, y que sí lo sea una caída de dos puntos en la Bolsa. No se puede tolerar más que se tire comida, cuando hay gente que pasa hambre

En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales.

La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada desconfianza hacia la Iglesia; como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos.

Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad» (Joseph Ratzinger). Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre.

¡Dios nos libre de una Iglesia mundana!

La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! ¡Cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! En algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos? Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy!

«No puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor» (Juan Pablo II). La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Nuestra imperfección no debe ser una excusa. El anuncio evangélico se transmite de formas tan diversas, que sería imposible describirlas o catalogarlas, pero a veces el miedo nos paraliza demasiado.

La importancia de una buena homilía

La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido; debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía.

Sueño con que toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual, más que para la autopreservación. En la foto: Pablo VI, autor de la Exhortación Evangelii nuntiandi

La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Un predicador que no se prepara no es espiritual; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido. La preparación de la predicación requiere amor.

Nunca hay que responder a preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos. Otra característica de la homilía es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer, sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga.

Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.

La dimensión social de la evangelización

Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra.

La palabra solidaridad está un poco desgastada y, a veces, se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. La solidaridad reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común. Pero a veces somos duros de corazón y de mente, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de alienación.

Para la Iglesia, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.

Un momento del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, el mes de octubre de 2012

Evangelizadores con Espíritu

En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo.

Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. No sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las Adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación» (Juan Pablo II).

No puedo no ser misionero

La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido. ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena, y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos.

A veces, perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. En nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios, hasta el punto de que quien no ama al hermano camina en las tinieblas. Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.

No podemos dejar de ser misioneros. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo

La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo.

Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida.

La Resurrección es una fuerza imparable

La Resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la Resurrección. Es una fuerza imparable. Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la Historia. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir.

No se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso. La misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.

Para mantener vivo el ardor misionero, hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo. Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo, pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera.

María, la casa de Jesús

María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial.