«Se reían de Él» - Alfa y Omega

«Se reían de Él»

XIII Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 5, 21-43

Juan Antonio Martínez Camino
Resurrección de la hija de Jairo (detalle) de Paolo Veronese. Museo del Louvre, París

Comenzando por san Pablo, casi todos los santos han tenido la experiencia de verse catalogados por el mundo como locos. Uno de los últimos santos españoles, san Rafael Arnáiz, lo dice con claridad en sus escritos. En una impresionante carta del 25 de setiembre de 1937, le cuenta a su tío Leopoldo cómo sólo el amor de Dios merece todas las energías del ser humano; y a continuación escribe: «Ya te he explicado el motivo de todas estas palabras, como ves, es muy sencillo: estoy loco y nada más».

El Hermano Rafael y el apóstol Pablo asumen, a mucha honra, el juicio del mundo. Como si dijeran: «Sí, tenéis razón, somos unos locos; preferimos nuestra locura a vuestro buen juicio. Porque vuestro juicio se basa en la ilusión de que sólo es verdadero lo que ven los ojos y lo que tocan las manos. Juzgáis razonable poner por delante de todo el éxito material y social, el bienestar físico y espiritual, y las alabanzas de la mayoría. En realidad, eso es la verdadera locura. Porque ninguno de esos objetivos es sólido y permanente; ninguno de ellos constituye la verdad ni la felicidad del ser humano. Pero, está bien –dicen los santos– somos unos locos. ¡Quedaos vosotros con vuestra cordura!».

«Se reían de Él». Así describe el Evangelio lo que le pasaba a Jesús: la gente se reía de él. Es una constatación asombrosa, pero sin duda verdadera. El evangelista no puede ser más fiel a la auténtica historia del Nazareno. No lo pinta como un personaje de esos de cartón, convertidos en famosos de pantallas y redes sociales a base de engañar y de engañarse. Jesús no se arredra ante el escarnio del pueblo. No busca halagar, sino salvar. No persigue la fama, sino la obediencia. Por eso, «se reían de Él».

El mundo se burlaba de Jesús, precisamente porque él no era esclavo de la muerte. No hay nada más desesperante para un esclavo que ver a otro libre sin saber él por qué y cómo. Entonces, la reacción de la ignorancia es el desprecio y la burla. El mundo se ríe de lo que no conoce. El mundo desprecia a Jesús y lo tiene por loco –como sabemos por otro pasaje del Evangelio– porque no conoce que haya un poder superior al de la muerte.

Con ese mundo no hay diálogo posible. Sólo quedan los hechos y el testimonio. Jesús pasa a la acción. No se entretiene en discutir con aquellos pobres ignorantes. Resucita a la hija de Jairo. Pero no basta. Los cuerdos del mundo –dice el Evangelio– «se quedaron viendo visiones». No pasaron de ahí. No cuenta el evangelista que hubieran cambiado su juicio sobre Jesús, pero sí que él les conminó al silencio, a la espera de los hechos definitivos: su propia muerte y resurrección.

El Espíritu Santo nos enseña desde entonces, por el testimonio de la Iglesia y de los santos, que no se gana la vida sin haberla entregado antes libremente por amor a Dios; que no se consigue la cordura verdadera, sin que se haya arrostrado primero la misma burla de quienes se reían de Jesús y se haya pasado por el mismo trance por el que Él pasó.

XIII Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 5, 21-43

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se reunió con mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llama Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva».

Jesús fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:

«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?»

Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:

«No temas, basta que tengas fe».

No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida».

Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:

«Talitha qumi» (que significa: Contigo hablo, niña, levántate).

La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase, y les dijo que dieran de comer a la niña.