Sólo el amor es digno de fe - Alfa y Omega

Sólo el amor es digno de fe

José Francisco Serrano Oceja

No sé cómo te llamas. No sé si eres hombre o mujer, joven o menos joven. No sé si vives en una gran ciudad o en un pequeño pueblo. Sólo sé que una de las noche pasadas, en uno de los programas de televisión menos recomendable del momento -de cuyo nombre no me quiero acordar-, escribiste un SMS que decía: Si nunca he creído en ti, ¿por qué estoy tan triste? Permíteme que te explique por qué la tristeza no es más que la distancia que marca la ausencia. Quizá, un día, te alejaste de la fe que te dieron tus padres, tus abuelos. Quizá no hayas tenido la oportunidad de encontrarte con Cristo, de mirarle a los ojos, como el joven rico, y perderte en todo lo que él esconde para ti, para mí, para nosotros. Si hubieras conocido el don de Dios… en Juan Pablo. Pero ya no está, se nos ha ido, nos ha dejado.

Disculpa mi confidencia. ¡Qué desazón en aquellos primeros segundos, qué impotencia, qué orfandad! Te confieso que, cuando mi mujer me dio la noticia, no tuve más remedio que entregarme a ella en un abrazo y sentir que estábamos juntos; que lo que él nos había enseñado, el amor, su más granado testamento, no se podía despreciar ni desparramar, como las lágrimas, por entre las rendijas de la indiferencia. Sólo el amor es digno de fe. La muerte nos había expoliado a alguien en quien nosotros confiamos. La segunda reacción fue, si cabe, más espontánea: contar a nuestro hijo mayor que algo importante les acababa de suceder a sus padres. Él tendría así, un día, el recuerdo de un Papa, que ya no será el suyo, que fue decisivo para nosotros. Estoy seguro que cuando vea las fotografías del aquel Papa que vino del Este, al menos lo hará con admiración y respeto.

Desde que supimos la noticia -sí, la única noticia-, la temperatura de nuestra vida no ha sido la misma. Te confieso que, en las más de cuarenta y ocho horas que han pasado, he sentido frío, mucho frío, y calor, mucho calor. La noche del viernes barruntábamos lo que iba a ocurrir, el desenlace. Comencé a sentir la necesidad de estar en compañía, junto a mis hermanos, mis amigos. Nos llamábamos compulsivamente por el móvil para darnos las últimas novedades, para compartir los más certeros rumores. Avanzada la noche -bueno, de madrugada casi-, sentí que se me helaban los huesos delante de la estatua de Juan Pablo en la catedral de la Almudena. Éramos unos ochenta, cien, doscientos, algunos más -qué más da-, desgranando entre los silencios elocuentes de la angustia y la congoja, el Rosario de la confianza y de la esperanza. Conseguí, entonces, sentir algo de calor. Claro. Allí estaba ella, María de la Almudena, como una madre que vela a su hijo enfermo, como una madre abraza a su hijo moribundo, como el amor que se transfigura en carne de dolor y se estremece. Estaba allí, y aquí nos tranquilizamos.

Te confieso, querido amigo, que yo también sentí la necesidad de que fuera ella, la Madre, nuestra Madre, quien nos abrazara. Sentí, también, el calor del abrazo de la Iglesia. De esta Iglesia, no de otra, con sus hombres y sus nombres. De esta Iglesia, que es la de Juan Pablo. No te empeñes en pretender entender a Juan Pablo sin la Iglesia, y a la Iglesia sin Juan Pablo.

Lolek, Karol, Juan Pablo. Su vida fue para nosotros una muestra palpable, visible, evidente, del Evangelio. ¿Sabes? Ha sido el Papa al que más personas han tocado. No se entiende su humanidad sin el roce diario con quienes sentía cercanos en su corazón. ¿Recuerdas lo que nos relatan los evangelios? Hubo un discípulo, un poco cabezón, que dijo que hasta que no tocara a Jesús, hasta que no metiera su mano en su costado, no creería. Nosotros hemos metido la mano en el costado de Cristo, rozando la humanidad de nuestro Papa.

Te escribo con los dedos cansados de palpar la realidad de lo que nos ha pasado este largo, inmenso, eterno, fin de semana. Te escribo con la garganta anestesiada de relatar el milagro que se ha producido aquí y allá, en todo el mundo, con la muerte del Papa. El testimonio de su vida no se acabó con el último hálito de su vida, continúa después, para siempre… ¡Qué paradoja!

¿Qué sientes cuando alguien te quita lo que te pertenece? No te oculto que mi vida de fe no se entiende sin Juan Pablo. Él ha sido mi Papa, mi único Papa. Me ha enseñado con su palabra -y, sobre todo, con sus gestos- a conocer y a amar a Jesucristo. Nos dices que has sentido tristeza, que nunca has creído en él… También yo viví unos minutos en la tristeza, y el mundo, y los hombres de buena voluntad. Te invito, querido amigo del SMS, a que juntos descrubamos a un hombre que pasó haciendo el bien.