La gran alegría - Alfa y Omega

La gran alegría

Alfa y Omega
Nacimiento de Jesús, de Giotto. Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

«La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús»: así comienza el Papa Francisco la Exhortación apostólica que nos ha regalado al concluir el Año de la fe, justamente para vivirla más y más en su gozosa plenitud, y por eso no duda en añadir que, «con Jesucristo, siempre nace y renace la alegría». Con estas palabras, el Santo Padre sigue la estela de su predecesor, la misma que se inició en Belén: la gran alegría, anunciada por el ángel a los pastores, del nacimiento del Hijo de Dios hecho carne en las entrañas de María, y que Benedicto XVI, al convocar el Año de la fe, pone bien de manifiesto: «Desde el comienzo de mi ministerio como sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar, de manera cada vez más clara, la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo», que eso es el Evangelio, y de ahí la necesidad, añade el Papa, de «una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe». Sí, se trata, en expresión de la liturgia del pasado tercer Domingo de Adviento, de la alegría desbordante que entraña la celebración de la Navidad, y que reclama, en definitiva, todo hombre y mujer, en todo momento y lugar de la vida.

Esta gran alegría, tal y como se anunció en Belén, es para todo el pueblo. Y lo proclama con vigor el Papa Francisco en su Exhortación: «Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Anteriormente, precisamente tomando las palabras, en la misma estela que empezó en Belén, de la Exhortación Gaudete in Domino, de 1975, de su antecesor Pablo VI, ya había subrayado que «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor», ¡la única alegría verdadera! Sí, es para todos. Sólo quedan excluidos los que se excluyen a sí mismos, aun teniendo el mundo entero, al cerrar la puerta al Evangelio. Sin Él, no hay alegría verdadera posible. Y en Evangelii gaudium, el Papa vuelve a recordar las palabras de Pablo VI: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría». Poco antes, Francisco había proclamado que «el Evangelio, donde deslumbra gloriosa la cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría». ¿Cómo es posible hablar de cruz y de alegría?

En la última Nochebuena, Benedicto XVI comenzaba su homilía diciendo que la belleza del Evangelio de la Navidad «nos llega al corazón: una belleza que es esplendor de la verdad». La verdad de Dios y la verdad del hombre, que solo, sin Dios, jamás conocerá la gran alegría, no podrá llegar más allá de una mueca que acaba en la muerte. Y el Papa, ante el dato evangélico de que no había lugar para Jesús en la posada, explica que «nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente llenos de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios». ¡Qué distinta la escena del anuncio a los pastores, con el canto de los ángeles, que transmiten exultantes esa gran alegría que ellos bien conocen estando con Dios: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace! «Con la gloria de Dios en las alturas -añade Benedicto XVI-, se relaciona la paz en la tierra a los hombres». De modo que, «donde no se da gloria a Dios, tampoco hay paz», ¡ni alegría verdadera!

Esa misma noche de 2012, al otro lado del mundo, en Buenos Aires, su arzobispo, el cardenal Bergoglio, predicaba la misma alegría del Evangelio, que es para todos…, salvo los que se excluyen a sí mismos. El gozoso anuncio del ángel es a los pastores, y les da «la contraseña para encontrar al Niño: Esto os servirá de señal, encontraréis a un niño, recién nacido, envuelto en pañales y recostado en un pesebre. La sencillez, ésa es la señal, y todo el relato tiene este ritmo de serenidad, de sencillez, de pacificación, este ritmo de mansedumbre. Y todos son convocados a esto: a participar de la mansedumbre, porque este Niño después, cuando se hizo hombre y predicaba, le dirá a la gente: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Sí, la gran alegría es de los mansos, de los pobres, no de los autosuficientes. «La gran trampa que nos hará la propia suficiencia -seguía diciendo el cardenal Bergoglio- será llevarnos a creer que somos algo por nosotros mismos, la trampa de no sentir la propia marginalidad. Si no nos sentimos marginados desde nosotros mismos, no somos invitados». Nos quedaríamos, como los que cerraron las puertas a Jesús en Belén, con nuestra posada, por muy lujoso palacio que fuera, pero sin alegría.

Pero no es así, un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado, y lo hemos acogido, y por eso celebramos de veras la Navidad: ¡la gran alegría!