El Papa pide hacer frente a la oscuridad de la muerte con un amor más intenso - Alfa y Omega

El Papa pide hacer frente a la oscuridad de la muerte con un amor más intenso

El Papa Francisco pidió a los pastores, en su catequesis de la Audiencia general de este miércoles, que «expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto». Por la fe en la Resurrección, sabemos que «Jesús nos restituirá a todos nuestros seres queridos». También los cristianos debemos «hacer frente a la oscuridad de la muerte con una labor más intensa del amor»

Redacción

Cuando la muerte «toca a alguno de los nuestros, nunca parece natural», ha reconocido el Papa Francisco este miércoles, durante la catequesis en la Audiencia general, dedicada a los problemas a los que hacen frente las familias. «Para los padres –dijo el Santo Padre– la pérdida de un hijo o una hija es una bofetada a las promesas, a los dones, a los sacrificios que se hicieron con alegría por quienes se dio a luz. Toda la familia se queda anonadada, muda. Y algo parecido sufre también el niño que se queda solo por la pérdida de alguno de sus padres, o de los dos. El precipicio del abandono que se abre en él es todavía más angustioso porque no tiene ni siquiera la experiencia para dar un nombre a lo sucedido».

Ante este «agujero negro» al que «no sabemos darle ninguna explicación», el Papa mostró su comprensión ante quienes echan la culpa a Dios, una «rabia que sale del corazón por un dolor tan grande. En esos casos, la muerte es casi como un agujero». Pero peores incluso que la muerte física –matizó el Papa– son el odio, la envidia, el orgullo y la avaricia que son sus cómplices; «es decir, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace todavía más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e inermes de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan a la historia del hombre. ¡Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a ello!».

Sin embargo, incluso frente a esto, «muchas familias demuestran con hechos que la muerte no tiene la última palabra… Cada vez que la familia en luto –incluso en lutos terribles– encuentra la fuerza de mantener la fe y el amor que nos une a los que amamos, impide, ya desde ahora, a la muerte que se lleve todo». Por eso, el Santo Padre pidió «hacer frente a la oscuridad de la muerte con una labor más intensa del amor. A la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le ha confiado, podemos quitar a la muerte su aguijón; podemos impedirle que nos envenene la vida, que anule nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío».

La solidaridad que nace del luto

A ello nos ayuda el saber que «nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte». Si nos dejamos sostener por esta fe, «la experiencia del luto puede generar una solidaridad más fuerte que los lazos familiares, una nueva apertura al dolor de las otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza».

El Papa también subrayó que Jesús devolvió al hijo de la viuda a su madre. «Ésa es nuestra esperanza –exclamó–: Jesús nos restituirá a todos nuestros seres queridos que se han ido, y volveremos a estar con ellos. Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte», así como de los falsos consuelos del mundo, para que la verdad cristiana «no corra el peligro de mezclarse con mitologías de vario tipo, cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna».

Francisco terminó pidiendo a los pastores y a todos los cristianos que «expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto», aunque sin «negar el derecho a llorar», como lloró Jesús. Invitó a apoyarse en el ejemplo de tantas familias que en medio de su dolor han captado «el paso seguro del Señor». En conclusión, «la obra del amor de Dios es más fuerte que la labor de la muerte. Y de ese amor tenemos que ser cómplices con nuestra fe. La muerte ha sido derrotada por la cruz de Jesús».

VIS / Redacción

Texto completo de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración del episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre –en este caso, una viuda que ha perdido a su único hijo– y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.

La muerte es una experiencia que concierne a todas las familias, sin ninguna excepción. Es parte de la vida; sin embargo, cuando toca a los afectos familiares, la muerte no nos parece jamás natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si detuviera el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro. La muerte, que se lleva el hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Muchas veces vienen a Misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: «se fue». La mirada es tan dolorida.

La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de ambos. Esa pregunta: «¿Dónde está papá?» «¿Dónde está mamá?» «Está en el cielo». «¿Pero por qué no lo veo?» Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún más angustiante por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para dar un nombre a aquello que ha sucedido. «¿Cuándo vuelve papá?» «¿Cuándo vuelve mamá?» ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.

En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y a la cual no sabemos dar explicación. Y a veces, se llega incluso a echar la culpa a Dios. Pero cuánta gente –yo los entiendo– se enoja con Dios, blasfema: «¿Por qué me has quitado el hijo, la hija? ¡Dios no está, no existe! ¿Por qué hizo esto?» Tantas veces hemos escuchado esto. Pero esta rabia es un poco aquello que viene del corazón, del gran dolor. La pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de la mamá es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos, he dicho, la muerte es casi como un agujero.

Pero la muerte física tiene cómplices que son aún peores que ella y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace todavía más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda normalidad con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que agregan horror a la muerte son provocados por el odio y por la indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libere de acostumbrarnos a esto!

En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, tantas familias demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto –incluso terrible– encuentra la fuerza para custodiar la fe y el amor que nos unen a aquellos que amamos, impide a la muerte, ya ahora, que se tome todo. La oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un trabajo de amor más intenso. «¡Dios mío, aclara mis tinieblas!», es la invocación de la liturgia de la tarde. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el Padre le ha confiado, nosotros podemos sacar a la muerte su aguijón, como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedirle avenenarnos la vida, de hacer vanos nuestros afectos, de hacernos caer en el vacío más oscuro.

En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido la muerte de una vez por todas. Nuestros seres queridos no desaparecieron en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en el cual cada lágrima será secada, cuando «no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor» (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe.

Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: «Jesús lo restituyó a su madre». ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús: «Y Jesús lo restituyó a su madre». ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!

Esta fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana «no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna» (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).

Hoy es necesario que los pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto –¡debemos llorar en el luto!– También Jesús «rompió a llorar» y estaba «profundamente turbado» por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37). Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que ha sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos cómplices activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: «Y Jesús lo restituyó a su madre», así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.