Un santo tan popular, como desconocido - Alfa y Omega

Un santo tan popular, como desconocido

Dora Rivas
San Antonio de Padua y el milagro del pie cortado (detalle). Fresco de Tiziano de 1511, Basílica del Santo

A su ermita en el paseo de la Florida acuden las modistillas y el pueblo cristiano madrileño a pedir su intercesión. Su imagen —que se ha hecho conocida por el lirio y el Niño Jesús en sus brazos— es venerada en muchas iglesias; sin embargo, pocos fieles de los que acuden a él podrían contarnos algo de su vida. Lucio Brunelli hizo, en la revista 30 días, un perfil muy completo de este santo tan inmerecidamente desconocido. De esa biografía destacamos aquí los rasgos principales, con la esperanza de que su ejemplo de vida cale más hondamente en quienes ya lo veneran.

Antonio nace en Lisboa, en 1195 en el seno de una familia acomodada. A finales de 1212 ingresa en la comunidad agustiniana de Santa Cruz, en Coimbra, donde será ordenado sacerdote en 1220. Luego pide dejar a los agustinos para unirse a los frailes menores. Su deseo era ser enviado a tierra de sarracenos con la esperanza de poder sufrir el martirio. Viste el hábito franciscano y, a finales del otoño de 1220, llega a Marruecos.

En 1221 es enviado como sacerdote a una ermita perdida en los Apeninos. Pasa 15 meses llenos de múltiples actividades y de mucha oración. Sin duda, un período duro de prueba para un hombre culto y de noble familia que soñaba con el martirio. No llega el martirio, pero sí la humildad; en la obediencia encuentra la paz y se encuentra a sí mismo.

El sermón que pronuncia el 24 de septiempre de 1222 en Forlí, con ocasión del Capítulo provincial de los frailes menores, deja asombrados a los Hermanos. Les impresiona no sólo por su conocimiento de los textos sagrados, sino por su arrolladora capacidad de comunicación. En poco tiempo se convierte en el primero de los predicadores de la Orden franciscana. Escribe Tomás de Celano que sus sermones eran más dulces que un panal de miel, pero también tan duros como para amonestar valientemente a obispos.

Predica incansablemente contra las herejías de su tiempo, con increíbles resultados. Luego, autorizado por san Francisco, abre escuelas de teología y de predicación para los frailes en Bolonia, Montpellier, Toulouse…, sin abandonar nunca la predicación popular.

En la Cuaresma de 1231, su predicación en Padua revoluciona a toda la ciudad. Inducía a confesar sus pecados a multitud de hombres y mujeres. San Antonio no sólo impactó al pueblo; la huella de su predicación se plasmó también en la legislación civil de Padua. En tiempos de un capitalismo naciente, no temía predicar contra la usura y contra el nuevo modo de vivir que ponía el dinero y el éxito económico por encima de todo.

Para huir del auge de su popularidad, se retiró a las colinas de Camposampietro, donde habitó su última morada terrena: una celda hecha con ramas encima de un gran nogal. Murió el 13 de junio de 1231. Fue canonizado por el papa Gregorio IX apenas un año después de su muerte, cuando su fama de santidad se había difundido ya por media Europa.

Fragmento de su sermón: «Misericordiosos como las grullas»

Seamos misericordiosos, imitemos a las grullas, de las que se dice que, cuando quieren llegar a un determinado lugar, vuelan muy alto, como para localizar mejor, desde un observatorio más alto, el territorio de su meta. La que conduce la bandada sacude la flojedad del vuelo, lo incita con la voz; y si la primera pierde la voz o se queda ronca, otra toma inmediatamente su puesto. Todas se preocupan de las cansadas, de modo que si una desfallece, todas se unen, sostienen a las cansadas, para que con el reposo recuperen las fuerzas.

Seamos, pues, misericordiosos como las grullas: desde el más alto observatorio de la vida, preocupémonos por nosotros y por los demás; seamos guía de los que no conocen el camino; con la voz de la predicación animemos a los perezosos e indolentes; demos el cambio en el trabajo, porque, sin alternar la fatiga con el reposo, no se resiste mucho; tomemos sobre nuestras espaldas a los débiles y enfermos para que no se queden durante el camino; seamos vigilantes en la oración y en la contemplación del Señor; tengamos estrechamente en nuestras manos la pobreza del Señor, su humildad y la amargura de su Pasión; y si algo inmundo intenta insinuarse entre nosotros, gritemos ayuda y, sobre todo, huyamos de los murciélagos, es decir, de la ciega vanidad del mundo.