El fervor y la palabra - Alfa y Omega

En medio de la tragedia, mientras el dolor y el miedo parecen sangrar el mundo, nuestra inteligencia se aferra a la esperanza que sigue brotando en toda meditación cristiana sobre el sufrimiento de estos meses. Lo que podría ser una simple rutina estacional, la llegada del verano, ocurre tras la más cruel de las primaveras imaginables, la misma que el poeta Eliot contempló, con el desorden de la memoria y el deseo colgados de la naturaleza hasta entonces cautiva, después exuberante. Heridos por lo que nos parece una súbita deslealtad de una tierra que creíamos acogedora, enfrentados a una de esas situaciones límite con las que el horror pauta la historia de los hombres, nos sorprende que el mundo haya recordado serenamente su ciclo impasible y majestuoso: ¡Verano! El propio Eliot volvió a pronunciar las palabras justas y exactas, solemnes y conmovedoras: «En mi principio está mi fin». Y recordó la sucesión de casas alzadas y derribadas, destruidas y levantadas de nuevo, con la seguridad de que los ingredientes de lo que declina serían sustancia imprescindible de la nueva existencia. «Piedra vieja para nuevo edificio, vieja leña para fuegos nuevos, fuegos para la ceniza, y ceniza para la tierra».

Cuando escribió East Cocker, a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, cumplidos ya los 50 años, Eliot dio cuenta de la tensión entre el tiempo y la eternidad, entre la continuidad honda del espíritu y la fugacidad de las experiencias concretas fijadas a tiempos precisos, de tareas obstinadas y absortas que calcó del Eclesiastés: «Hay un tiempo para edificar, un tiempo para vivir, un tiempo para engendrar». Al final, cuando el mundo se hace más extraño al envejecer, alcanzamos una nueva plenitud, un presente perfecto, «no el intenso momento aislado, sin antes ni después, sino el tiempo de una vida entera ardiendo en cada momento». Ese es el tiempo del hombre, el tiempo de la única criatura, entre todas, consciente de la eternidad. Ese es el tiempo de quienes tenemos fe.

El laicismo agresivo vuelve a decirnos que el sentimiento religioso está en decadencia en España. Se refieren, claro está, al catolicismo. Nunca se les ocurriría hablar en estos términos de otras confesiones que empiezan a tener abundantes comunidades en nuestro país. Y, de hacerlo, sería interesante saber si lo que conocemos por civilización occidental, asentada en valores humanistas y anhelos de igualdad, libertad y fraternidad, va a salir ganando con la erosión del cristianismo y la fortaleza de otras opciones religiosas nunca impugnadas, nunca discutidas, nunca sometidas al sarcasmo ni al chiste fácil. De todas formas, conviene recordar algunas cuestiones elementales, ya no para consumo de quienes se consideran nuestros enemigos, sino de los creyentes que buscan nuestro apoyo.

Hace un mes escribía de la contemplación y realización de la belleza como signo perpetuo de la mano de Dios en nuestra vida. Durante siglos, la creación artística fue pensada para manifestar nuestra fe y satisfacer la necesidad apremiante de plasmarla en una ansiosa búsqueda de la belleza. Hasta fechas cercanas, cuya distancia con nuestra vida apenas significa un soplo fugaz en la memoria del mundo, fue en la referencia a Dios y a su idea de nuestra salvación donde se quiso hallar ese camino en el que la belleza adquiere el perfil rotundo, a veces atormentado, de esperanza en la eternidad. No es preciso que una obra artística tenga un contenido religioso explícito para que la conciencia cristiana impulse una tensión espiritual que desemboque en un diálogo con el supremo hacedor de la belleza.

Cuando leemos un buen poema, estamos recitando algo muy parecido a una plegaria, porque la poesía no es la exhibición del poeta sino la revelación, ante nuestros ojos asombrados, del alma que nos alienta. Es la palabra en estado puro, la imagen que pronuncia la oscuridad, la metáfora como el espejo donde el misterio se contempla. La materia lírica nos proporciona un espacio concreto desde el que intuimos la verdad última de las cosas, la sustancia a la que llegamos apartando las apariencias, el impulso para intuir el idioma de lo desconocido, el lenguaje de lo invisible, el sonido de Dios. En los versos palpita la condición humana, con su perseverante mirada a la tierra estremecida, al gozo o a la aflicción, al tiempo de vivir y al tiempo de esperar nuestro final. Mediante la lectura, el fervor de la belleza nos pone en contacto con lo que somos más allá de nosotros mismos. Nos hace vernos en el instante de saborear el poema, pero, así mismo, en todos los momentos de nuestra vida personal. Y más allá, en nuestra pertenencia a una humanidad atormentada por su condición temporal y desconcertada por su ansia de infinito.

Ser cristiano, cuando llega el tiempo de sufrir con esperanza, significa ser capaz de descubrir en la belleza del mundo no solo un lugar en el que buscar el sosiego de nuestros sentidos sino, sobre todo, una forma de reconocer las razones de nuestra existencia. Y, con ellas, saber que alguien capaz de escribir un poema, o de componer una pieza musical, o de esculpir el cuerpo de Jesús en brazos de María, o de temblar de entusiasmo al participar en este festín de la inteligencia, no puede tener como destino la nada. En el principio fue el Verbo. En nuestro fin está nuestro principio.