La revelación a los pequeños - Alfa y Omega

La revelación a los pequeños

XIV Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: AFP Photo / Noel Celis

El pasaje evangélico de este domingo comienza con una acción de gracias en la que Jesús, tomando la palabra, agradece al Padre el modo en el que ha llevado a cabo la revelación. Poniendo el foco en los «pequeños», el Señor contrapone a estos con los «sabios y entendidos». No es la única vez que encontramos esta oposición en el Evangelio. Por eso mismo, confirma no solo el modo de actuar de Dios, sino también cuál debe ser la disposición del creyente ante Dios. El Evangelio no determina quiénes son estos sabios y entendidos ni a quiénes se refiere con el término «pequeños». Más allá de los grupos de personas concretas a los que se refería Jesús, el texto busca de nosotros que nos situemos entre los pequeños. Únicamente así podremos ser destinatarios de la revelación y de la salvación que el Padre ha realizado por medio de su Hijo. Sin embargo, a pesar de la claridad con que esta oración habla, el Señor sabe que no es fácil hacerse «pequeño», pues, de lo contrario, a lo largo de las páginas del Evangelio no se insistiría tanto en cuestiones como la humildad, la sencillez o el abandono a la voluntad de Dios, tal y como hemos escuchado en la Palabra de Dios propuesta por la liturgia en los últimos domingos.

Jesucristo nos comunica al Padre

El segundo párrafo manifiesta la íntima unión que existe entre el Padre y el Hijo. Mediante una frase que recuerda a los pasajes joánicos que escuchábamos en el tiempo pascual, se utilizan tres verbos fundamentales para comprender cómo podemos tener acceso a Dios a través de Jesucristo: entregar, conocer y revelar. Aunque Jesús refiere estas acciones al vínculo entre el Padre, el Hijo y los hombres, todo el Antiguo Testamento consistía ya en una progresiva manifestación de Dios, que llegaría a su punto culminante en Jesucristo. La grandeza y verdad del pasaje que escuchamos este domingo es que la actitud del hombre ante esta verdad es la de la acogida. A menudo podemos pensar que debemos hacer un gran esfuerzo intelectual o moral para comprender cómo es Dios o para determinar lo que pretende de nosotros, como sociedad o individualmente. Sin embargo, el proceso de comunicación de Dios tiene un sentido claramente descendente, es decir, la revelación se ha dado de Dios hacia los hombres. Varias imágenes ayudan a comprender cuál es el camino correcto frente al equivocado: la primera, errónea, sería la de nuestros primeros padres, quienes comen del fruto prohibido para ser como Dios en el conocimiento del bien y el mal; o la de quienes construyen la torre de Babel para alcanzar a Dios. Ambas estrategias solo provocan el desconcierto y el desastre para la humanidad. Por el contrario, el camino elegido por Dios para hacernos partícipes de su dignidad ha sido el de enviarnos a su propio Hijo para que pusiera remedio al pecado y a la muerte, consecuencia del mismo; y enviarnos el Espíritu Santo, donde, a diferencia de Babel, donde las lenguas quedaron confundidas, todos entendían las enseñanzas de los apóstoles en su propio idioma.

Mansos y humildes

Así pues, el acercamiento del hombre a Dios es sencillo precisamente porque no somos nosotros los que recorremos el trayecto. Es el Señor el que lo realiza. A nosotros únicamente nos corresponde recibirlo en nuestra vida. Por eso no es un proceso que en teoría lleve demasiado esfuerzo. Las palabras «venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados» hacen referencia igualmente a que si acogemos los dones que el Señor nos regala, el fruto será el descanso y el alivio. La realidad de la vida nos hace no ser ilusos, y sabemos que, a pesar de querer responder a la voluntad de Dios y de acogerlo cuando viene hacia nosotros, no viviremos ajenos al dolor, al sufrimiento, a la enfermedad o a la muerte. Con todo, en la medida en que pongamos en las manos de Jesucristo todo aquello que nos perturba y nos aflige, hallaremos no una solución instantánea y mágica que disipe cualquier preocupación de la vida, pero sí estaremos en condiciones de saber que nuestras dificultades pueden ser aligeradas si las vivimos con la mansedumbre, humildad y confianza que Jesús nos pide en el Evangelio de este domingo.

Evangelio / Mateo 11, 25-30

En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».