Familia, vida y fe - Alfa y Omega

Familia, vida y fe

Alfa y Omega

«Tengo vivos deseos de verte, al acordarme de tus lágrimas, para llenarme de alegría. Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti». Así le escribe san Pablo a Timoteo, en su segunda Carta al joven discípulo, lleno de una alegría real, aquí en el mundo, pero que no es de este mundo, ya que no necesita ocultar el dolor de la vida para abrazarla. Es la misma alegría de las familias con el Papa, estos días pasados, en Valencia, suscitada hace ya dos milenios y transmitida igualmente desde entonces de padres a hijos, en familia. No en vano, su raíz se llama fe, es decir, confianza plena, certeza definitiva, seguridad total, no en uno mismo, sino en Otro que es quien sostiene la vida, precisamente porque es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta fe, de la que brota la alegría verdadera, desborda las propias fuerzas, pero justamente por eso corresponde a la auténtica verdad de la naturaleza humana, porque «ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo, ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida». Lo recordaba Benedicto XVI, en la Misa de clausura del Encuentro de Valencia. Una obviedad, sin duda, pero hoy suicidamente ignorada, y por tanto el Papa lo subrayó con toda claridad: «Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma». Y en este recibir, precisamente para, a su vez, poder dar, el ser humano descubre su secreto: amor, familia… ¡imagen de Dios!

Si algo ha quedado claro en el Congreso Teológico Internacional desarrollado en el marco del Encuentro de Valencia, es que la familia no es un producto cultural, sino la esencia misma del ser humano. Corren tiempos en que se ha oscurecido no sólo el carácter sagrado del matrimonio y de la familia, sino su propia explicación racional. Es preciso reconocer que la crisis de la familia coincide con la del hombre mismo, que al perder la fe, o reducirla al ámbito privado -más peligroso, si cabe, pues teniéndola por fe es en realidad todo lo contrario-, es él quien se pierde. Evidentemente, la fe, que es estar apoyado en ese Otro que nos sostiene, no es un añadido de la vida humana, sino su misma raíz, ya que implica relación, y relación de amor, de tal modo que sin esta fe, es decir, aislados, sin familia, necesariamente llegamos al vacío de la soledad mortal. No podemos ignorar, porque en ello nos va la vida, que hemos sido creados a imagen de Dios, y tal imagen no es otra que el hecho de ser familia. Lo ha dicho Benedicto XVI con una fuerza especial, en la Vigilia del sábado pasado, evocando unas palabras de su querido predecesor, ya lejanas, de 1979, pero cuya actualidad es permanente, y hoy las necesitamos escuchar, y vivir, más aún que entonces: «El hombre se ha convertido en imagen y semejanza de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde el principio. Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión».

Hay que advertir, sin embargo, de un peligro muy real. Lo acaba de hacer un editorial del diario italiano Avvenire, al subrayar que «la Iglesia y el Papa no son unos maniáticos de la familia porque temen que fuera del umbral del hogar dulce hogar esté la selva atrayente de los vicios, sino que saben que el hombre no ha sido hecho para estar solo, que la vida en la soledad se resquebraja. Y que la libertad de la persona y de la sociedad crecen y son menos débiles frente al poder y a sus mil disfraces cuando tienen una casa, una familia, un pueblo al que pertenecer». En definitiva, cuando están arraigados, como Timoteo y su madre y su abuela, en esa fe que consiste en ser admitidos en la familia de Dios, y así participar de su vida sin fin, y que, lejos de provocar resquebrajamientos y frustraciones ante las dificultades y sufrimientos, y ante la misma muerte, permite vivirlo todo con la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Ésta ha sido la experiencia vivida por las familias cristianas en Valencia el pasado fin de semana: la misma que vive la Iglesia desde el comienzo, y hasta el final de los tiempos.

Como san Pablo al escribir a su discípulo, el Papa Benedicto XVI tampoco ha huido de las lágrimas por los muertos en la estación de Jesús del Metro de Valencia: su visita comenzó precisamente allí; e igualmente el dolor, en este V Encuentro Mundial de las Familias, no ha impedido la alegría verdadera, que todo lo llena, también ese dolor, porque nace de la fe en Jesucristo, que, haciéndonos familia, nos da la vida. No es poca cosa, ciertamente, lo tratado, y vivido, en el Encuentro: La transmisión de la fe en la familia. En realidad lo es todo, porque, sencillamente, al transmitir la fe, es la vida entera lo que así se transmite. Le interesa a toda la sociedad. Les interesa, por supuesto, a las familias. Y más aún, si cabe, paradójicamente, a quienes hoy tanto las maltratan.