La esperanza que necesitamos - Alfa y Omega

La esperanza que necesitamos

Miguel Ángel Velasco

Y la fe, desde luego. Y seguro que el amor, porque ya nos ha recordado y enseñado lo esencial: que Dios es amor, y de parte de Dios llega, pasado mañana, hasta nosotros. Pero no sé por qué se me antoja que lo que más necesitamos en España hoy, y tras lo ocurrido en Valencia, más es esperanza cristiana. Si yo tuviera que elegir, entre muchos posibles, un solo calificativo para esta primera visita de Joseph Ratzinger, como Vicario de Jesucristo, a España, no lo dudaría: es una visita de esperanza. Recuerdo la de vueltas que le dimos al título de los tres volúmenes que preparamos cuando, a los 15 años de su pontificado, el querido Juan Pablo II se acercaba una vez más a nuestra tierra. Al final titulamos: Del temor, a la esperanza. Un buen puñado de años después, cuando Benedicto XVI –Benito el concreto le ha llamado hace poco un periódico polaco– llega a Valencia, que Juan Pablo II eligió como sede del V Encuentro Mundial de las Familias, me parece que sigue siendo válida aquella radiografía de una situación: Del temor, a la esperanza.

Me vale, más que nunca, la definición que el Santo Padre dio de sí mismo: «Como amigo de la razón, no puedo dejar una pregunta sin responder; y, como sacerdote, no puedo dejar a un ser humano sin atender». Aquí y ahora son muchas las preguntas que parece que no tienen respuesta y, sin embargo, la tienen, y Benedicto XVI nos la va a recordar; y son muchos los seres humanos, las familias que necesitan ser atendidos. Y lo va a hacer, desde su convicción de que la Iglesia está viva y es joven. Mucho más –¡menos lobos!– de lo que a algunos pueda parecerles. Este lucidísimo pensador y teólogo, conservador revolucionario, custodio de la Tradición, que está en el punto de mira del sistema mediático de esta aldea global y planetaria, ya ha dejado muy claro en qué consiste el verdadero amor: en comunicar la verdad. A eso viene, claro, a Valencia, en el nombre del Señor. Sin miedo, contra corriente, contra viento y marea. Ha dicho a todo el que ha querido escucharle que no cree que la Iglesia necesite cambios, sino conversión; no innovaciones, novedades, sino santidad.

Desde la caridad de la verdad, ha confirmado en la fe a sus hermanos, ha elogiado cuanto de santo y digno hay en la Iglesia y en el mundo, y ha hablado, sin pelos en la lengua, sobre la miserable basura que hay que barrer dentro de la Iglesia, la secularización a ultranza y la dictadura del relativismo, y de cómo y cuánto está fallando la familia, tanto que apenas si se la puede reconocer como tal. Ha hablado de «la barca que hace agua por todas partes», de «los lobos que ni beben el agua ni la dejan beber», y de que en la viña del Señor, de la que se dice humilde trabajador, hay más cizaña que trigo. Son, ciertamente, palabras duras, pero no es la primera vez (¡Qué duro es lo que dice!, leemos en el Evangelio que comentaban los discípulos de Jesús…). Ha hablado, con meridiana claridad, de «los pasos de ciego que han hecho pasar a los pueblos del marxismo al liberalismo y al libertinaje, del colectivismo al individualismo radical, del ateísmo a un vago misticismo religioso», en el que, self service, todo vale y todo viene dando lo mismo.

Los pasos que ha dado, los nombramientos que ha hecho, la encíclica que ha escrito y la que dicen que está preparando sobre la cuestión social siguen una ruta nada ambigua, desde su fundada y argumentada convicción de que «el dogma no es una muralla, sino una ventana abierta al cielo». Y, hablando de ventanas, se ha referido a esa ventana del cielo desde la que su venerado Predecesor nos mira: «Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras dirigidas en este momento particularmente a mí: ¡No tengas miedo!». ¡Con qué gusto se asomará, estos días, a Valencia, desde esa ventana celestial, el añorado Juan Pablo II! El cardenal Rouco Varela ha recordado recientemente que la más urgente cuestión social de nuestro tiempo es responder adecuadamente a los ataques que sufre la institución del matrimonio. Nueve frentes le ha diagnosticado al Santo Padre, recientemente, Le Figaro: la crisis de vocaciones, el gobierno de la Iglesia, la autoridad cuestionada, el futuro de la liturgia, el ecumenismo y el diálogo interreligioso, la relación con la modernidad, los movimientos eclesiales y la vida consagrada, la contestación progresista, la disidencia tradicionalista. Ha añadido varios desafíos geopolíticos: mundialización protestante, teología de la prosperidad para reemplazar a la caducada de la liberación, confrontación con el Islam, China, Moscú y los nacionalismos exacerbados. Bueno, pues miren ustedes por dónde, el que viene a Valencia, pasado mañana, en nombre del Señor, de lo que va a hablar, porque es lo que esencial y primariamente le preocupa, es de la familia. Con certeza, es el modo más insuperable de afrontar todo eso tan geopolítico de lo que hablan los sabiondos de Le Figaro. «Lo que más necesita Europa -ha dicho- no es una moneda común, o una nueva Constitución, sino la esperanza que dé sentido a la vida de los seres humanos y a la Historia». ¿Ven ustedes? Otra vez la esperanza… La verdad es que no se lo estamos poniendo nada fácil. Escuchémosle.