Como la familia de Nazaret. Escribe el arzobispo de Oviedo - Alfa y Omega

Como la familia de Nazaret. Escribe el arzobispo de Oviedo

Esta narración surge del convencimiento de la centralidad de la familia en el desarrollo de las personas y de la sociedad. Y especialmente quiere ser un homenaje al sucesor de Pedro, Benedicto XVI, que nos ha convocado al V Encuentro Mundial de las Familias 2006 en Valencia

Carlos Osoro Sierra

Era el día 1 de mayo. Estaba entrando a la Santa Cueva de Covadonga y pasaron junto a mí un matrimonio joven con tres hijos, dos niños y una niña. Saludé al niño pequeño, que me dijo que se llamaba Pelayo, y entonces los padres se dirigieron a mí y me dieron las gracias por la atención que prestaba al niño. Fue así como entré en conversación con ellos, pasando un largo rato en la entrada de la Cueva, mientras los niños jugaban por el jardín.

En aquella conversación, me dijeron de dónde eran y cómo se habían conocido. Estaban casados hacía doce años, sus nombres eran María y José. El nombre y las edades de sus hijos eran así: Eulalia, de diez años, Juan de ocho, y Pelayo de cinco. Se les notaba que estaban felices todos, padres e hijos. Me dijeron que cada año, en el mes de mayo, toda la familia venía a Covadonga a rezar ante la Santina, para dar gracias a la Madre por la compañía que les viene haciendo a través de sus vidas; venían a ofrecerse como familia a Dios. Me dijeron que, desde muy pequeños, a sus hijos les hablan de la fe y, muy especialmente, les decían que tenían que vivir y quererse todos, como se quería la familia de Nazaret formada por Jesús, María y José. Y esto era precisamente lo que venían a pedir todos los años a la Santina. Después de la visita a la Santa Cueva, iban a la basílica a celebrar la Santa Misa.

Les dije:

—Mirad, la familia cristiana es el lugar más privilegiado para vivir lo que es la comunidad cristiana tal y como nos la describe el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Escuchaban la enseñanza de los Apóstoles, vendían sus posesiones y bienes, lo ponían todo en común, asistían a la fracción del pan…». Precisamente por eso, a la familia cristiana se le llama también la Iglesia doméstica.

Recuerdo una expresión bellísima del Papa Juan Pablo II al iniciar su pontificado. Nos decía así: «El hombre no puede vivir sin amor». Y comentaba que, sin amor, una persona se vuelve incomprensible y su vida sin sentido. Porque la comprensión y el sentido nos viene revelado por el Amor.

Este amor llena de sentido la vida familiar y la convivencia social. ¡Con qué fuerza os tengo que decir que, cuando el amor por la verdad y el bien no impregna la cultura de las relaciones sociales y de la administración pública, el puesto central de la persona es sustituido por otros bienes menores!

Portada del folleto ‘Una familia que se quiere como la de Nazaret’, editado por el Arzobispado de Oviedo.

Y continué haciendo estas preguntas a todos los que estaban en la Santa Cueva:

—¿Sabéis por qué sois felices? ¿Sabéis cuándo sois más felices? Mirad, la felicidad humana guarda una relación profunda con ese amor familiar que se engendra, crece y se desarrolla cuando Cristo está presente. Y es que, creedme, a la persona humana, para alcanzar la felicidad no le basta cualquier amor, necesita del amor verdadero que es el revelado, manifestado y entregado por Jesucristo, que es el amor que corresponde a la verdad del ser del hombre y de su vocación. Todos vosotros, los matrimonios cristianos, que con vuestro amor esponsal os entregáis y os prometéis, de por vida, estáis creando el hábitat necesario y natural para acoger la vida.

Bienaventurada la familia formada por el matrimonio cristiano de un hombre y de una mujer, que, con sus hijos, descubren que la familia es la escuela más rica del humanismo y que es decisiva para la educación integral de todos los hombres, desde el inicio mismo de la vida.

Bienaventurada la familia que asume con gozo el reto de transmitir la fe a sus hijos, haciendo verdad lo que es la familia cristiana, Iglesia doméstica.

Bienaventurada la familia que crece y se desarrolla desde la estabilidad y fidelidad de por vida de un matrimonio, y que sabe que tiene que historificar también la fidelidad de Dios.

Bienaventurada la familia que reconoce, asume y vive los valores perennes reconocidos por la ley natural: deberes de los padres para con los hijos al engendrarlos, las virtudes paterno-filiales de sacrificio y gratuidad al servicio del bien común de la familia.

A las familias

• Vivid vuestro matrimonio como esa llamada o vocación que el Señor os entregó para ser esposo y padres: habéis sido llamados por Dios a ser esposos y padres.

• Tened el convencimiento de que Cristo está con vosotros, ¡no tengáis miedo! Hacedle un hueco en vuestro vivir diario para hablar con Él y escuchar su Palabra.

• Asumid en esta sociedad el ser testigos intrépidos de la buena nueva que es la familia y la vida, convencidos de que la semilla del bien puede más que la del mal.

• Encontraos como familias cristianas para compartir, sea en las parroquias, en los movimientos familiares, en asociaciones o en instituciones de la Iglesia que promueven la espiritualidad de la familia.

• Los padres no os canséis de educar a vuestros hijos en el amor verdadero, en el sentido de la vida y de la sexualidad, sed capaces de transmitir a vuestros hijos el gozo y la grandeza del amor fiel y el sentido de la vida humana en toda su dignidad.