La palabra poética - Alfa y Omega

La poeta, ensayista y profesora de Literatura Clásica Canadiense Anne Carson (Toronto, 1950) acaba de ser reconocida con el Premio Princesa de Asturias de las Letras. Un merecido galardón que nos invita a acercarnos a una de las escritoras de pluma más honda y comprometida de nuestros días. Acostumbrados a los reconocimientos póstumos, este tipo de galardones otorgados en vida de los autores se hacen –en tiempos de presunto declive de las humanidades– más necesarios que nunca.

Muy influida por el movimiento romántico, en especial por el poeta inglés John Keats (de tan breve como intensa biografía), escribió Carson una de sus obras fundamentales, La belleza del marido (2002), 29 piezas poéticas que hablan del amor y de sus intrincados vericuetos, en ocasiones plagados de injusticias, incluso de traición. Siempre haciendo presente el (tan a veces olvidado por la historia) elemento femenino. Carson no se anda con menudencias: «El tiempo es real. Es un juego. Un juego real» al que todos debemos jugar a riesgo de perderlo todo; pero esta condición finita es la que, a la vez, nos pone sobre la pista del elemento de eternidad que, como sobrevolando, podemos sentir y casi atisbar en cada una de nuestras vidas. Vidas singulares que se viven, se sufren y se gozan de manera igualmente singular. La palabra poética es, precisamente, lo que pone en contacto a unos seres con otros: tal es el poder de lo ficcional, de lo literario que se hace carne en la poesía. El ancestral poder de lo mítico-poético. Y ello porque somos permanentes e irreprimibles buscadores. Como escribe Carson en un librito que dedicó al Camino de Santiago (2000), «no hay duda de que soy alguien que muere de hambre. No hay dudas de que emprendí este viaje para descubrir cuál es ese apetito». Ansia de lo insondable que solo puede ser saciado por esa poética palabra que va en busca de lo imposible, de lo inasible, y que lo presentifica y actualiza. El peregrino no es más que una persona que ama un buen enigma, nos cuenta Carson. El enorme valor de su obra reside en este punto: allí donde nada puede consolarnos, en el seno mismo de lo incomprensible, es donde aparece el abrazo amparador de la palabra, de la poesía. Una reivindicación de lo invisible poético que, a través de las rendijas del alma, se va colando, imperceptible, demandando su alimento. Que no es otro que la palabra. Compartida. Como escribe la autora, «a wound gives off its own light» («cada herida emite su propia luz»).