Recuerdos de la JMJ desde la otra orilla - Alfa y Omega

Tan sólo ha transcurrido un mes desde que miles de jóvenes consiguieron arrancar durante la pasada Jornada Mundial de la Juventud alguna que otra telaraña enquistada en nuestra fe. Es como si nos resistiéramos a olvidar unos días en los que, de forma gratuita, se aplicaban masajes en el alma por las calles de Madrid con una eficacia que llegó incluso a los hogares de todos los que disfrutaron de estas jornadas, a través de los medios de comunicación.

Por motivos de trabajo, acabo de pasar unos días en el Pacífico mejicano, y en una sencilla pero siempre repleta iglesia de Puerto Vallarta me encontré con un grupo de jóvenes que también tuvieron la suerte de estar allí, en una JMJ atrincherada ya en nuestra memoria. En su equipaje de vuelta, no sólo traían una renovada fe rubricada por el fresco y abundante aluvión de gracias que habían recibido, sino que, entre sus mejores instantáneas, mostraban con orgullo la impresión que les habíamos causado los propios madrileños con las palabras cruzadas por ellos en la calle.

Ernesto se quedó impactado cuando una mujer le abordó inesperadamente, en la salida del Metro, agradeciéndole, una y otra vez, que hubieran viajado a Madrid, porque para ella era como ver de nuevo a Jesucristo caminando por sus calles. Elisa todavía sentía escalofríos al recordar cómo, al enfrentarse a los gritos de un grupo que se había equivocado de indignación, sintió cómo el brazo recio de un hombre que a ella le pareció un doble de George Clooney le tocaba el hombro y, con una sonrisa tranquilizadora, le dijo simplemente: «No se lo tengas en cuenta, perdónalos».

El padre Esteban, que había acompañado a estos jóvenes desde ese rincón del Pacífico, sacó de un cajón un sobre arrugado en el que una señora desconocida, de mediana edad, le entregó su paga extraordinaria, mejor dicho, el dinero destinado a unas vacaciones, que prefirió obviar, tras el impacto de ver rezar a los jóvenes ante la Custodia en el Parque del Retiro. Pese a la negativa del sacerdote de aceptar ese dinero -me insistió, por cierto, en que sus jóvenes se habían ganado a pulso el pasaje integro del viaje con rifas, venta de dulces y, sobre todo, limpiando coches y casas-, esta señora le rogó que lo aceptara como fondo de ayudas para Río de Janeiro, y que así pudieran acudir muchos más. Néstor, otro de los jóvenes, con una simpática sonrisa mestiza que le llenaba la cara, contaba también por decenas las veces que distintos madrileños les agradecían su ejemplo, porque con su presencia habían alentado y rejuvenecido su vida cristiana.

Ya de vuelta, sumida en el duermevela de las interminables horas de avión, pensaba en estos chicos que, a 10.000 kilómetros de Madrid, se habían quedado conmovidos por unos simples gestos, actitudes y palabras con los que todos los que pudimos contemplar su espectáculo de fe intentábamos balbucear nuestro reconocimiento. Desde aquí, y en nombre de todos los madrileños, mil veces gracias.

Os echamos de menos.