Mirad el árbol de la Cruz - Alfa y Omega

Mirad el árbol de la Cruz

En la alocución que el cardenal arzobispo de Madrid tuvo en el programa Apuntes de cultura religiosa, de la cadena COPE, sobre la recogida de la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid 2011, dijo:

Antonio María Rouco Varela
Benedicto XVI y el cardenal Rouco, el domingo pasado, en el Aula Pablo VI del Vaticano, llena de jóvenes españoles.

En la nueva espera del Señor que viene, al disponernos a salir animosos a su encuentro en este nuevo Adviento, se nos ofrece María Inmaculada en esta solemne y gozosa Vigilia de su fiesta como la estrella radiante de nuestra esperanza. Porque ¿quién puede salvarnos y redimirnos de nuestros pecados y de todas nuestras miserias físicas y espirituales que no sea Jesucristo, su Hijo, a quien de nuevo esperamos? ¿Puede haber alguien distinto de Dios, u otros caminos que no sean los suyos, que sean capaces de llevar al hombre a la liberación verdadera de sus males, del Mal sin más?

Nuestra Historia, la historia del hombre, ha estado -y está- marcada, desde los primeros padres de la Humanidad, por una dramática decisión de incalculables e irreversibles consecuencias en perjuicio de ellos mismos y de todo el género humano: por la decisión tomada en el principio de desobedecer a Dios. El hombre da comienzo a su historia ¡pecando!, y ese pecado de origen le condicionará -y nos condicionará- para siempre. La fascinación que se desprende de la persistente insinuación del diablo no iba a dejar de tener vigencia nunca, porque no hay nada más embriagador para el hombre que el que le digan que puede ser como Dios, ¡que no hay más Dios que él mismo! Ésta es la forma primordial y originaria de pecado y la que constituye el modelo inspirador y la raíz última de todas las actuaciones y expresiones pecaminosas que se conocen en la vida de los hombres de todos los tiempos, también en el nuestro.

¿Cómo se explica, si no, la teoría y la práctica contemporáneas en el tratamiento del derecho a la vida del ser humano desde que es concebido en el vientre de su madre hasta la hora de su muerte natural? ¿No opera acaso en su escandaloso quebrantamiento la osada pretensión del hombre actual de ser quien decida, en ultimidad, sobre la vida y la muerte de sus semejantes? ¿No es ésta una expresión inequívoca de pretender ser como un dios, naturalmente un dios despótico, un no-dios, lo contrario del Dios verdadero, para el otro hombre? Tampoco se encuentra otra explicación lógica -¡de lógica intelectual y de lógica existencial!- para el fenómeno de la crisis financiera y económica, cuyas consecuencias angustiosas del paro y de la pobreza son cada vez más visibles, que no sea esa autodivinización de sí mismo, propugnada y realizada por el hombre en nuestra sociedad. Un hombre, esclavo del engañoso espejismo de que los procedimientos técnicos, económicos, sociológicos y políticos lo pueden todo, pasa incluso de los principios más elementales de la ley moral y de la ética. Y, por supuesto, poseído de la arrogante convicción de que el hombre solo, individual o colectivamente visto, es el dueño y garante último del bien y del mal, se atreve sin mayores escrúpulos a concebir, proyectar y establecer la forma válida de responder a las exigencias más hondas del bien de la persona humana, del matrimonio y de la familia, sobre la única y decisiva base de un poder humano ejercido al margen de la naturaleza y de Dios.

Desde la época de los primeros Padres de la Iglesia, la fe, iluminando la razón humana, ha visto en María Inmaculada a esa nueva Eva de la que nacerá Aquel que, derrotando sin paliativos al enemigo primordial del hombre, se constituirá en la Cruz como el fundador de la estirpe de los hombres nuevos, llamados a conocer, a acoger y a gozar el don de la libertad gozosa de los hijos de Dios en una vida eternamente bienaventurada y feliz. María será concebida, por ello, fuera del círculo de esa primera rebelión contra Dios en la que consistió el pecado original.

Estrella de la esperanza

¿Cómo no vamos a llamarla Estrella de la esperanza? ¿Y cómo no invocarla como la Madre de nuestra esperanza? Ella es la que, con la eficacia de su amor maternal, ayuda incansablemente a sus hijos, a los hijos de la Iglesia, a recobrar en sus vidas la vida sobrenatural si la habían perdido, o a revigorizarla si se les había debilitado peligrosamente. Ella es la que anima y facilita el apresurar de nuevo nuestros pasos para salir al encuentro con Cristo, su Hijo, el Hijo Unigénito del Padre, por el que fuimos hechos hijos de Dios por adopción; con el Cristo que viene para un mundo y para un hombre que hambrean y necesitan hoy, con no menos apremio que en las horas de las más graves encrucijadas de la Historia -antes y, sobre todo, después de su primera venida-, re-encontrar la esperanza, re-encontrarse a sí mismo en la esperanza y con la esperanza. Pidámosle a Ella, Inmaculada, desde el humilde y renovado reconocimiento de nuestra debilidad y fragilidad espiritual, que nos abra el alma a la gracia de una conversión a Dios más honda y más efectiva. El drama de nuestro tiempo cifrado por el Siervo de Dios, el Papa Pío XII, en la pérdida de la conciencia del pecado -al atravesar el ecuador histórico del pasado siglo, terminada la Segunda Guerra Mundial-, corre el peligro de agravarse hoy, y no sin unos ciertos visos de tragedia, por la aparición social y cultural de formas de negación de Dios manifestadas y activadas con una radicalidad intelectual y una militancia insospechadas hasta hace poco tiempo y sin muchos precedentes históricos. El rechazo habitual de la posibilidad de calificar y valorar éticamente la conducta humana según la Ley de Dios ha llegado ya al punto de la negación tajante de la validez objetiva de cualquier norma moral que pretenda vincular al hombre, no sólo pública, sino también privadamente. ¡Si se niega a Dios, se niega irremisiblemente el reconocimiento de la verdad de su gracia y, a continuación, se hace lo mismo con la verdad objetiva de la ley moral. Al final se termina por impugnar la misma existencia del pecado.