El abrazo de Dios - Alfa y Omega

El abrazo de Dios

Escribe el obispo auxiliar de Madrid y Secretario General del Episcopado español

Juan Antonio Martínez Camino

El domingo, lo último que hizo Benedicto XVI, de camino al barcelonés aeropuerto del Prat, para tomar el avión de vuelta a Roma, fue visitar a los niños y jóvenes del hogar Niño Dios. Los saludó uno a uno con su abrazo y con expresivos gestos de cariño, y luego, antes de impartir la última bendición en tierra española, escuchó las palabras que le dirigieron dos de ellos: «Gracias, Santo Padre, por haber venido a nuestra casa». Y: «Gracias a nuestros padres, por habernos dado la vida». Fue, posiblemente, el momento más emotivo de los dos intensos días de la Visita pastoral pontificia.

El Papa nos ha hablado de una sola cosa: de Dios. Algunos, que han atendido sólo a ciertos medios de comunicación y no le han escuchado a él, andan enredados en otras menudencias. Pero el Vicario de Cristo no ha venido a España para entretenernos con bagatelas ni para suscitar polémicas inútiles. Ha venido para explicarnos de nuevo la máxima de santa Teresa de Jesús: Sólo Dios basta. A la santa abulense la mencionó ya en el avión que lo traía a España; y luego, en el aeropuerto de Santiago y en la plaza del Obradoiro. Aquí, delante de la casa del primer Apóstol que rubricó con su sangre el testimonio del Evangelio, proclamó que la aportación de la Iglesia a la Europa de hoy y del futuro «se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables, pero insuficientes para el corazón del hombre».

El abrazo que el Papa peregrino le dio a la imagen de Santiago, en la catedral compostelana, le valió para hablar de la Iglesia precisamente como el abrazo de Dios. Porque la Iglesia –recordó– «tiene su origen en el misterio de comunión que es Dios». Más en concreto, «el punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla en una gesta o en un proyecto humano, sino en Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo condenó». La Iglesia no es obra nuestra. Es más bien ella la que nos hace y nos configura a nosotros. Pues por medio de ella podemos llegar a conocer con certeza el misterio más íntimo de Dios: ese abismo del amor infinito, que nos hace hijos suyos y nos da la vida eterna. Por eso, como dijo tan bellamente el Papa, gracias a la Iglesia, en la que los hombres se sienten «abrazados por Dios y transformados por su amor, los hombres aprenden también a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su ser, y que es origen de la genuina libertad».

Dios es amigo del hombre

La dedicación del templo de la Sagrada Familia y la consagración de su altar constituyeron una espléndida ocasión para explicar ese misterio de la Iglesia, escondido en Dios: «La Iglesia no tiene consistencia en sí misma. (…) El único Cristo funda la única Iglesia; Él es la roca sobre la que se cimienta nuestra fe. (…) Al consagrar el altar de este templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo a Dios, que es amigo del hombre, y estamos invitando a los hombres a ser amigos de Dios». El maravilloso templo barcelonés pone de manifiesto cómo la Iglesia viene de Dios para acercárselo a los hombres. «Gaudí, con su obra –dijo el Papa en la nueva basílica–, nos muestra que Dios es la verdadera medida del hombre; que el secreto de la auténtica originalidad está, como decía él, en volver al origen, que es Dios».

La opinión vieja del mundo, reflejada de nuevo, estos días, con tediosa rutina en los mensajes de potentes medios de comunicación, insiste en una demanda de libertad desquiciada; no porque sea demasiado ambiciosa, sino porque resulta alicorta y mezquina. El mundo se empecina en forjarse una libertad sin Dios, a la medida del hombre. Pero ignora culpablemente que el hombre es una criatura a la medida de Dios. Ésta es precisamente la novedad perenne del Evangelio que Benedicto XVI ha proclamado de nuevo estos días en Santiago y en Barcelona.

El gesto del Papa en el hogar del Niño Dios no fue otra cosa que el Evangelio de Dios en imágenes y en vida. Los niños diferentes, por algún problema de salud más o menos grave, no son bienvenidos para la mentalidad vieja del mundo, refrendada hoy de manera dramática por las leyes. Este año se ha aprobado una ley, de nombre falso, que –entre otras cosas– considera un derecho eliminar en cualquier momento a los que irían a nacer con una enfermedad o discapacidad grave. Pero ahí está el hogar barcelonés como signo de la novedad perenne del mensaje evangélico. Y ahí quedó el abrazo del Papa como expresión emocionante del abrazo de Dios que es la Iglesia para los hombres, en el que éstos aprenden a abrazar de verdad también a sus hermanos.