Como el grano de trigo - Alfa y Omega

Como el grano de trigo

Alfa y Omega

El dolor es lo mejor que me ha dado la vida. Siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido en un acicate: así decía el sacerdote y periodista José Luis Martín Descalzo durante su última enfermedad, poco antes de experimentar la que, en cristiano, podríamos llamar la máxima paradoja, la muerte que es ¡entrada en la vida! Paradoja, sin duda, es encontrar tal gozo en el sufrimiento y tal plenitud en la muerte.

Sucedió en la casa de una madre a punto de morir: —¿Cómo es que la tienen en casa?, dijo extrañado el médico. ¡Hay que llevarla inmediatamente al hospital! ¿Es que van a dejar que se muera aquí?Efectivamente, dijeron los hijos. ¿Dónde va a estar mejor para morir? No era extraña la perplejidad de aquel médico, adorador de la ciencia, que no de la humanidad. No entendía la paradoja cristiana.

Se habla de que el dolor es un misterio, y suele interpretarse tal misterio —al igual que cuando se habla del misterio del mal— como algo oscuro, incomprensible, a lo que hay que resignarse. Sin embargo, en las experiencias citadas no puede decirse que haya ceguera, ni resignación, como tampoco en la de aquella mujer que, después de tres largos años inmovilizada en el hospital, reconocía que quizás cambiaría muchas cosas de su vida si volviera a nacer, pero que de ningún modo renunciaría a lo vivido aquellos tres años: Ha sido la ocasión de mi vida —decía—; la ha llenado de sentido.

Todos conocemos a personas que realmente rompen ese esquema que ve en el dolor un mal del que hay que librarse cuanto antes, y en la ausencia de dolor (habría que añadir: físico) la felicidad anhelada. Los testimonios son incontables: en estas mismas páginas se recuerda el de Manuel Lozano Garrido (Lolo), camino de los altares, precisamente porque su experiencia, en medio del dolor, fue de constante alegría. También son incontables, por el contrario, los casos de personas sin dolor físico, más aún, con toda clase de placeres materiales y, sin embargo, llenas de profunda tristeza. La realidad no puede ser más elocuente, y pone en evidencia que el secreto de la felicidad que todo ser humano busca no responde a los spots publicitarios que podamos inventarnos los hombres, y que nos aturden todos los días y a todas horas a través de los medios de comunicación, sino que está en la realidad misma.

Basta abrir los ojos. El secreto lo tenemos en el grano de trigo, que se pudre bajo la tierra para de ahí brotar lleno de vida, y en la madre que alumbra la vida de su hijo a través de la experiencia precisamente del dolor. No es huyendo del dolor como se construye la vida. En tal caso se está huyendo precisamente de la propia vida, y con ello, lejos de encontrar felicidad alguna, lo que se abraza es el sinsentido y la desesperación, por mucho que se construyan paraísos artificiales, se elimine todo malestar físico o se logre curar todo tipo de enfermedades. Mientras subsista la radical enfermedad de no querer ver, en toda su verdad, la realidad misma, que está llena de esa Presencia que encontraron los cristianos citados más arriba y cuantos, sencillamente, abren los ojos del alma, subsistirá la tristeza.

¡No llores!, le dijo Cristo a la viuda de Naín mientras llevaba a enterrar a su hijo. Y aquella mujer dejó de llorar: su hijo, y ella misma, habían encontrado en Jesús la Vida, con mayúscula. Cuaquier ser humano, por compasivo que fuese, dice a una madre en semejante situación: ¡No llores!, y esa madre lo agradece, pero sigue llorando. El consuelo que alcanzamos a darnos los hombres unos a otros no es más que un alivio, una disminución en el dolor. El Consuelo de la presencia de Cristo es distinto: cambia el dolor en alegría. Éste precisamente es el secreto de la paradoja del dolor, y de la muerte, que son fuente de gozo y puerta de la Vida. La pregunta clave no es por qué o para qué surfrir. La pregunta es con Quién sufrir. Esto lo cambia todo, lo ilumina y lo llena de sentido.

Cuando los primeros cristianos hablaban de misterio no se referían a nada oscuro e incomprensible. Se referían a la Luz desbordante que había llenado de sentido sus vidas: Jesucristo. Ante el sufrimiento y la enfermedad —como ante toda circunstancia de la vida— las conquistas de los hombres son de gran valor, sin duda. No se trata de minimizarlas, sino de encuadrarlas en la verdadera realidad: la Luz y el Consuelo, que es lo que les da sentido y auténtica eficacia.