De baluarte, a fermento - Alfa y Omega

De baluarte, a fermento

Redacción

Hace 40 años la Iglesia vivía intensamente la preparación del Concilio Vaticano II. Van quedando ya pocos obispos de los que asistieron a sus cuatro etapas. Uno de ellos es monseñor Cirarda, nombrado obispo en 1960, para ser auxiliar del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, y jubilado en 1993 como arzobispo de Pamplona. Está a punto de cumplir los 83 años. Colaborador de periódicos y revistas antes de ser obispo, estuvo encargado, quizás por ello, de la información en castellano de las labores del Vaticano II. Pablo VI, en 1963, lo nombró miembro de la Comisión Pontificia para las Comunicaciones Sociales. Durante seis años presidió la Comisión episcopal de medios. A él se ha acercado Alfa y Omega y le pregunta:

El Concilio cogió de sorpresa a todos
El primer sorprendido fue Juan XXIII. Lo confesó él mismo, el 21 de abril del 59: El Concilio, para cuyo anuncio escuchamos una inspiración, cuya espontaneidad sentimos en la humildad de nuestra alma como un toque inesperado e imprevisto. Y el 9 de agosto del mismo año: La idea del Concilio no maduró como fruto de prolongada consideración, sino como flor espontánea de inesperada primavera. Así fue, sin duda, por lo que la convocatoria a Concilio sorprendió a todos en la Iglesia y fuera de ella. Y, sin embargo, el Vaticano II era necesario y urgente. Por dos razones complementarias: Pío IX interrumpió el Vaticano I en 1870 para mejores tiempos, obligado por la guerra franco-prusiana, y tras la ocupación de Roma por el reino de Italia. El Vaticano I dejó coja a la Iglesia, si vale hablar así. Definió la infalibilidad del Romano Pontífice y su misión como Cabeza visible de la Iglesia; pero no tuvo tiempo de abordar el ser y la misión del Episcopado que estaba en su programa. Por eso dijo Pablo VI que la cuestión del Episcopado ocupa por su propia trascendencia el lugar preferente en este Concilio Vaticano II, normal continuación y complemento del I. La segunda razón de dicha necesidad es que el mundo cambió mucho en un siglo, desde finales del XIX. Se habían asentado un tanto ideas revolucionarias que nacieron con claro signo antirreligioso, aunque muchos de sus principios tenían raíces cristianas. Las técnicas modernas, especialmente los mass media, venían globalizando todos los fenómenos humanos. Uno y otro factor obligaban a la Iglesia a repensar su situación ante el mundo nuevo naciente.

¿Por qué se retrasó tanto?
Pío XI pensó en convocarlo nada más ser elegido Papa. Lo dijo en su primera encíclica, la Urbi arcano. Pío XII nombró algunas Comisiones preparatorias; pero ni el uno ni el otro osó iniciarlo, por decirlo con palabra del primero. Hoy es claro que era precisa una preparación teológica, pastoral, ecuménica y misionera, que se fue logrando a lo largo de las casi tres décadas de los pontificados de dichos dos Papas.

¿Qué objetivos buscaba el Vaticano II?
Se diría, a juzgar por los 70 esquemas preparados por la Comisión Central Preconciliar, que el Concilio trataba de reafirmar simplemente la doctrina tradicional. El Papa tenía otros planes. Los fue desgranando parcialmente en distintos documentos y alocuciones. Y los manifestó abiertamente en la Constitución apostólica Humanae salutis, convocatoria del Concilio, y en el discurso con que lo inauguró. Tres eran sus grandes objetivos: la valoración positiva del mundo y del tiempo frente a los profetas de calamidades que siempre están anunciando sucesos infaustos; una fidelidad renovadora y amable de la Iglesia; y la necesidad de abrirla a todos los que están fuera de ella. Pablo VI hizo suyos dichos fines, ya como arzobispo de Milán, en su única intervención en el aula conciliar el 5 de diciembre del 62, diciendo: La cuestión de la Iglesia sea el argumento primario del Concilio ¿Qué es la Iglesia? ¿Qué hace la Iglesia?; e hizo suya la tesis defendida, el día precedente, por el cardenal Suenes, tras haber tratado el tema con él y con Juan XXIII: El Concilio persigue un triple diálogo: de la Iglesia con sus fieles; con los hermanos todavía no unidos visiblemente; y con el mundo contemporáneo.

Institución, misterio y comunión

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En el Concilio hubo tensos debates entre los Padres; ¿por qué?
Hubo debates muy vivos, pero sin que nunca se faltara a la caridad. Especialmente tensos fueron los habidos en torno al esquema sobre las fuentes de la Revelación; sobre la sacramentalidad y la colegialidad del Episcopado y sobre el lugar en que debíamos tratar de la Virgen María; y los centrados en torno a la libertad religiosa y a las relaciones Iglesia-mundo. Todos se resolvieron bien gracias a tres factores convergentes: las intervenciones personales de Juan XXIII y de Pablo VI en los momentos más delicados; el tacto de las Comisiones conciliares en la búsqueda de fórmulas de consenso; y la asistencia del Espíritu Santo que se hizo casi sensible en algún momento del Concilio, como al crearse el capítulo II de la Lumen gentium sobre el Pueblo de Dios, término éste que ni aparecía siquiera en el esquema preconciliar De Ecclesia.

Una línea aparece curva o convexa según el punto desde el que la miremos. Así también la Iglesia tras el Vaticano II es la misma que antes; pero no exactamente lo mismo. El cambio hizo sufrir mucho a algunos Padres conciliares, muy seguros en sus posiciones tradicionales y sin agilidad para responder a las exigencias que el Espíritu quería forzar ante los nuevos tiempos. Señalo algunos cambios: antes se veía a la Iglesia como institución; lo es, sin duda, pero ahora se la ve más como misterio y comunión. Antes se veía al Romano Pontífice solo; seguimos creyendo que es sujeto de la suprema autoridad en la Iglesia, pero vemos junto a él al Colegio episcopal que, con él, es también sujeto de esa suprema autoridad por voluntad de Cristo. La teología afirmaba antes el ser y la misión de la Jerarquía; hoy descubre al Pueblo de Dios, en el que la Jerarquía tiene una misión ineludible, pero los laicos tienen la suya y, además, otra específica en la transformación del mundo según el Evangelio. La Iglesia adoptaba antes una actitud defensiva como si fuera un baluarte acosado ante las fuerzas de un orden social nuevo; y siente ahora la urgencia de ser fermento de todas las realidades humanas, aun de aquellas en las que lo bueno y lo malo aparecen mezclados. La eclesiología estudiaba antes, sobre todo, la vida interna de la Iglesia; ahora la contempla, además, vuelta hacia el exterior. Ponía el acento antes en lo que separa; ahora en lo que une.