Sin miedo - Alfa y Omega

Sin miedo

Miguel Ángel Velasco

Hace de esto un buen puñado de años. Nos habíamos fijado en la costumbre del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: un largo paseo, la boina calada, el gabán sobre la sotana y la cartera negra bajo el brazo. Salía de su oficina y, por el Arco de las Campanas, entraba, daba la vuelta, por detrás de la basílica, a los jardines vaticanos y salía, por Santa Ana, a la Plaza de San Pedro. En torno al obelisco central nos hacíamos los encontradizos. Una mañana, cuando lo de Boff –ese que ahora, con intolerable y resentido rencor, ha dicho eso tan anticristiano de que «a este Papa será difícil quererle»–, le preguntamos sobre las críticas injustificadas que le hacía cierta prensa, tan original que hoy sigue haciéndole las mismas, y, desde aquel día, guardo en la mente y en el corazón lo que nos comentó, porque define de manera insuperable a Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI: «Para mí, como amigo de la razón, toda pregunta tiene que tener una respuesta; y como sacerdote, todo ser humano tiene el derecho a ser atendido».

Ya me pueden atiborrar de clichés apriorísticos (el látigo, el panzer, el inquisidor…), de etiquetas malevolentes o simplemente ignorantes. Ahora que hemos pasado de un Papa al que había que ver y escuchar, a otro al que hay que ver, escuchar… y leer, a mí no se me olvida, ni se me olvidará nunca, aquella respuesta de aquel día. Otra mañana, le oí hablar de los cristianos que esperan a que alguien les resuelva todo, cuando la solución está en que el padre y la madre y el abuelo, y el maestro y el catedrático y el político y el juez y el periodista sientan, enseñen y vivan «el gusto de Dios». Él lo hace. Nunca ha tenido personas de servicio, ni ha viajado más que en clase turista. Asombrosamente sencillo y austero, él se cocina y se hace sus maletas. Su brújula, ya lo ha dejado bien claro, no es otra que la del Concilio, y todas sus redes, ésas de las que ha hablado en la homilía del comienzo oficial de su pontificado, son las del Pescador del Tiberíades. Su primer beso de Papa ha sido a los niños… Es la hora de una Iglesia mar adentro.

Está convencido de que Europa, el mundo, necesita otro tipo de modernidad, y su fe poderosa, enraizada en lo fundamental, nos guiará más allá de una religiosidad de sentimientos. No se pierdan, en este número de Alfa y Omega, su reciente discurso en Subiaco. Benito, el europeo, recuerda que «el dominio del hombre sobre la realidad ha crecido de manera impensable; pero, sin una nueva moralidad, la dignidad y la libertad del hombre están en peligro»: palabras incisivas especialmente aplicables a la España oficial de hoy. Será innovador y sorprenderá como sólo pueden sorprender los verdaderamente anclados en el meollo de la fe. Es todo menos frío: reservado, tan de fiar que dan ganas de confesarse con él. Su carisma es la fe, pero también la razón. A Habermas le convenció, hace un año, en Munich, de que la religión y la razón, las dos grandes componentes de la cultura occidental, están llamadas a una purificadora reciprocidad, porque se necesitan –¿quién se lo sugeriría?, y ¡qué insustituible nostalgia!–, son «como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».

Su lema es Cooperadores de la verdad, esa que se impone por sí sola. Nuestros tristes progres de guardarropía, ante la desbordante reacción mundial, sobre todo juvenil (y es lo que más les asusta, porque ¡qué mentís a una Constitución que niega las raíces de Europa!), trataron de subirse al carro del elogio unánime a Juan Pablo II el Grande; se las prometían muy felices y esperaban resarcirse con su sucesor. Resulta que les ha salido el tiro por la culata. No contaban con que el deslumbrante sucesor de Karol Wojtyla, el que sabía interpretar fielmente hasta sus silencios, el teólogo y filósofo pianista al que le encantan Bach y Mozart, fuera precisamente quien más y mejor pensaba con él, al servicio de la Iglesia. Se comprende que Satanás esté que trina…

Benedicto XVI está convencido de que «la bondad implica la capacidad de decir no a la maldad», y de que «una bondad que lo deja pasar todo –dictadura del relativismo– ni es bondad, ni le hace bien a nadie». Su elección, además de un don y una gracia de Dios inconmensurable, ha sido un inmenso acto de fe. «Vendrán la misma fe, esperanza y caridad, pero con una mirada nueva», escribíamos los que creemos en el Espíritu, y no en quinielas ni en intereses ideológicos. Ha venido. La Iglesia no es la ONU. Los jóvenes ya han intuido que, como Juan Pablo II, les exigirá Evangelio sin rebajas y, como él, será, es, hombre de Dios, y, por eso, hombre del hombre. Providencial, elegante, madrugador, humanísimo, sin aristas, cordial, apasionado de la verdad, enamorado de la belleza que define como nostalgia de Dios, el nombre que se ha dado es toda una esperanza y un programa (No hay verdad sin caridad, ni viceversa), pero su verdadero nombre es Pedro. Su hermano mayor, sacerdote, ha comentado: «Hoy que los mayores contamos tan poca cosa, ¡qué lección eclesial nos han dado los cardenales!» Es el Papa justo para este tiempo. No rehuirá ninguno de los desafíos que le han lanzado desde Le Monde al New York Times. «Cada pregunta debe tener una respuesta…». ¡Ah!, y tiene tanto sentido del humor que ha escrito: «Creo que Dios tiene un gran sentido del humor. El humor forma parte de la alegría de la Creación. Necesitamos esa alegría».

Dice que nota la mano fuerte de Juan Pablo II que le anima: «No tengas miedo». Será arduo reabrir aquella ventana, pero lo arduo no arredra precisamente a Joseph Ratzinger. La gente, tras escucharle, comenta lo de los dos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?». Tu illum adiuva, hemos rezado cantando, mil doscientos años después, los Laudes que le cantaron a Carlomagno en su coronación. Con sacrosanta libertad, desde su sonrisa de sabio humilde, es decir, auténtico, no se corta un pelo, y, desde el primer momento, ha comenzado a llamar a las cosas por su nombre: basura, a la basura, verdad, a la verdad, y lobos, a los lobos. No se puede empezar mejor. Sin miedo… Dios lo guarde.