Sal de la tierra: La Iglesia viva de Benedicto XVI - Alfa y Omega

El domingo pasado tuve la dicha y la gracia de asistir en Roma —por primera vez en mi vida— a la inauguración de un nuevo pontificado. Era también la primera ocasión en que las palabras del Papa recién elegido, aunque sonaban con una autoridad y con un timbre completamente nuevos en aquella solemne celebración del comienzo del ministerio petrino del Obispo de Roma, tenían al mismo tiempo para mí el aire de lo familiar y conocido. Benedicto XVI hablaba ahora como sucesor de Pedro, pero no había dejado de ser por eso el gran teólogo cuyas páginas luminosas he venido leyendo y aun meditando durante años.

Uno de los momentos más emocionantes de la celebración, subrayado con los vítores de los centenares de miles de personas allí presentes, tuvo lugar cuando el Papa señaló que, precisamente en estos días, tan tristes, de la muerte de Juan Pablo II, se había puesto de manifiesto de modo visible y planetario que la Iglesia está viva y joven. Una última manifestación pascual de la tristeza transformada en gozo por el Espíritu de Jesucristo resucitado.

Recordé entonces un pasaje del libro-entrevista que el cardenal Ratzinger concedió al periodista alemán Peter Seewald, publicado en 1996 bajo el título de Sal de la tierra. A una pregunta del entrevistador sobre el futuro de la Iglesia en las sociedades occidentales, progresivamente secularizadas, el cardenal respondía abiertamente: la Iglesia «será cada vez menos idéntica con las grandes sociedades y cada vez más una Iglesia de minorías, de círculos pequeños y vivos de personas convencidas, creyentes y coherentes en la vida con su fe». ¿Aquella magna asamblea eucarística de medio millón de fieles y a la que se unían desde lejos por la radio y la televisión muchos millones más, no era todo lo contrario de aquellos círculos pequeños? ¿Sería verdad que el cardenal Ratzinger iba a cambiar sus opiniones para dar paso a otra personalidad más acorde con su nueva responsabilidad? ¿Lo estaba comenzando ya a hacer?

Es evidente que las obligaciones y la misión del Prefecto de cualquier Congregación son de mucho menor alcance que las del Papa, a quien los responsables de cada dicasterio ayudan en una parcela limitada dentro de la viña de la Iglesia. Ahora, como Papa, el Prefecto de ayer tendrá que ocuparse de toda la viña. Pero seguro que lo hará poniendo en juego su gran saber y su acreditado entender al servicio de la nueva misión recibida. Ése es precisamente el don que el Espíritu Santo nos ha hecho con el nuevo Papa.

Benedicto XVI conoce muy bien la situación de la Iglesia y la del mundo. Sus análisis y sus prospectivas son lúcidos y dinámicos. Ayudan a entender lo que pasa y a abrir perspectivas de futuro. Naturalmente, su visión de las cosas se arraiga profundamente en las fuentes de la fe cristiana y, por tanto, no es nada simplista, sino matizada y abierta. Para comprobarlo, lo mejor es leerle. Hace tiempo que sus libros fundamentales están en nuestra lengua. El periodista mencionado le ha hecho dos grandes entrevistas, de varios días de duración cada una, que dejan al descubierto la verdadera personalidad y el auténtico pensamiento del nuevo Papa. Son dos libros muy aconsejables para empezar: uno, el ya citado, La sal de la tierra (1996), y el otro, más reciente, Dios y el mundo (2000). Luego, quien quiera profundizar más en el calado teológico de nuestro Papa, que eche mano de su libro más difundido, traducido a cerca de treinta lenguas de todo el mundo: el titulado Introducción al cristianismo, cuya primera edición es de 1968 (¡fecha simbólica!), pero que sigue siendo plenamente actual. Ahí está la obra teológica del Papa. Una suerte poder leerla tan fácilmente para saber realmente a qué atenernos.

El Papa Benedicto XVI va a seguir animando la vitalidad de la Iglesia haciendo, de otro modo, con otra responsabilidad lo que siempre ha querido hacer: cooperar con la Verdad, es decir, con Jesucristo. Él sabe que la Iglesia está viva porque Jesucristo está vivo. En nuestro entorno cultural, esta convicción habrá de ser cultivada especialmente por minorías creativas, que sepan conjugar la humildad de la obediencia a la palabra de Cristo con la valentía de hacer frente a poderosas corrientes de opinión cuya única verdad es la que parece en cada caso más atractiva y más eficaz en términos de mero consenso coyuntural y de poder político. En este sentido, la Iglesia podrá ser minoría, pero estará viva y llevará en sí misma el futuro de la Humanidad. Un futuro que no se reduce al planificado por los ingenieros sociales, sino aquel que será realmente el de cada uno de nosotros. Se lo decía el Papa a Seewald magistralmente, distinguiendo entre mera utopía ideológica y verdadera esperanza para el ser humano concreto: «La esperanza (cristiana) alimenta la confianza en medio de nuestra amenazada historia. Pero no tiene nada que ver con la utopía: el objeto de la esperanza no es el mundo mejor del futuro, sino la vida eterna. La espera de un mundo mejor no es capaz de sostener a nadie, pues ese mundo no será ya el nuestro, y todos tenemos que habérnoslas con nuestro presente, con nuestro mundo. (…) En cambio, la vida eterna es mi propio futuro y, por eso, fuerza configuradora de la Historia». El Papa seguirá siendo testigo de esta esperanza, no lo duden. Y la Iglesia seguirá estando viva y joven.