«Dios quiere que amemos» - Alfa y Omega

«Dios quiere que amemos»

En 1996, el entonces cardenal Joseph Ratzinger contestó a las preguntas formuladas por Peter Seewald. El resultado de esta larga entrevista está recogido en el libro La sal de la tierra, editado por Palabra, del que recogemos a continuación algunos extractos:

Redacción

«Yo estoy firmemente convencido de que Dios nos ve y nos da plena libertad, pero al mismo tiempo nos dirige. En la práctica, eso significa, para mí, que mi vida no consiste en meras casualidades, sino que hay Alguien que me precede y ha previsto todo por mí, que piensa y dispone mi vida. Yo puedo rehusarlo, por supuesto, pero también puedo aceptarlo, y entonces es cuando soy consciente de que, en efecto, hay una luz providente que me dirige».

Joseph Ratzinger nació en Marktl am Inn (Alta Baviera), el 16 de abril de 1927, en la madrugada de un Domingo de Resurrección. Cuatro horas después, fue bautizado durante la celebración de la Eucaristía, en una época en la que aún no había celebración la noche de Pascua. Creció en pleno campo y era el menor de tres hermanos. «Vivíamos una vida sencilla, de austeridad, que yo agradezco. Porque, precisamente, viviendo ese régimen de vida, se experimentan alegrías que no se obtienen en una vida de abundancia».

Explica el Papa Benedicto XVI que, desde joven, sintió una especial vocación por la enseñanza. «Ese deseo siempre ha sido, a Dios gracias, compatible con mi vocación sacerdotal». Experto teólogo, cuenta que, «cuando uno se decide a estudiar teología, no es porque quiera aprender un oficio, sino para poder llegar a entender la fe».

De su vida como sacedote da algunas pinceladas Joseph Ratzinger, como que fue coadjutor en una parroquia y «daba dieciséis horas semanales de Religión, a seis clases diferentes. Disfrutaba mucho porque enseguida comprobé que tenía facilidad para relacionarme con los niños». De su trabajo como teólogo cuenta que nunca buscó «tener un sistema propio, o crear nuevas teorías. Quizá lo específico de mi trabajo, si queremos decirlo así, podría consistir en que me gusta pensar con la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe».

El Santo Padre dio clase en Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona. En aquel momento, fue nombrado asesor del cardenal Frings, de Colonia, para asistir al Concilio Vaticano II. Se mostró siempre fiel al Vaticano, «sin nostalgias de un ayer ya pasado e irrecuperable». Pero también tuvo mucho cuidado con el falso espíritu conciliar que consideraba muy negativo. El Papa explica esta actitud de dos maneras: «Para empezar, teníamos demasiadas esperanzas. (…) Esperábamos ver crecer el cristianismo en cantidad. (…) Lo segundo sería que hay una notable diferencia entre lo que los padres conciliares querían comunicar y lo que los medios de comunicación dijeron. (…) Se fue forjando la idea de que la reforma consistía en un ir soltando lastre; en aligerarse, de modo que al final ha parecido que la reforma no ha consistido en un robustecimiento de la fe, sino en su disolución».

Pablo VI lo nombró arzobispo de Munich y Freising en 1977, un poco más tarde, ese mismo año, fue creado cardenal. Recuerda el Santo Padre que, en una ocasión, Juan Pablo II le dijo que tenía intención de llamarlo a Roma. «Yo le expuse mis inconvenientes; Entonces —me dijo— lo pensaremos un poco más. Pero después de su atentado, volvimos a vernos y entonces me hizo saber que seguía pensando lo mismo. Y yo volví a ponerle trabas, porque me sentía tan ligado a la teología que deseaba tener el derecho de continuar publicando obras de carácter privado y no sabía si esto era compatible con ese cargo. El Papa me contestó: No, eso no es obstáculo, podemos arreglarlo. Eso fue todo, nunca hubo una conversación programática ni nada parecido».

Ratzinger no eludía ningún tema en su entrevista y habló del anacronismo de la Iglesia para afirmar que, «por una parte, significa debilidad –se la empuja para que se aparte–, pero también puede ser su fortaleza. (…) La Iglesia, por su propia naturaleza, siempre está llamada a desempeñar un papel constructivo. Siempre está colaborando de modo constructivo para que todo adquiera su mejor forma, la más justa».

El entonces cardenal Ratzinger dijo de la Redención que «nunca ha sido impuesta al hombre desde el exterior, ni tampoco está asegurada por estructuras rígidas, sino que la Redención está contenida en el frágil recipiente de la libertad humana». Le preguntaban para cerrar esta entrevista: «Y Dios, ¿qué quiere exactamente de nosotros?». Benedicto XVI contestaba: «Dios quiere que amemos, que seamos imagen y semejanza suya. Porque, como dice san Juan, Él es Amor».

El nombre del Papa

Son muchos, sin duda, los que se preguntan por qué el nuevo Papa ha elegido el nombre de Benedicto XVI. Indudablemente, será él mismo quien explicará cumplidamente por qué no ha querido, tal vez en un gesto de suprema humildad, llamarse Juan Pablo III. En la historia de la Iglesia ha habido un Benedicto antipapa y ha habido otros Papas con ese nombre, de los que la Historia ha registrado y guarda recuerdos contrastantes. El último Papa que llevó ese nombre, Benedicto XV, se distinguió de manera especial por su carácter y espíritu misionero y ecuménico, aparte de una sutil inteligencia diplomática y de su afán de transformar el Papado, en tiempos de la primera guerra mundial, en conciencia de los pueblos, libre de condicionamientos políticos e ideológicos.