Centinelas de la esperanza - Alfa y Omega

La pandemia del coronavirus está dejando tras de sí una infinidad de víctimas, muchas de las cuales, todavía, nos son desconocidas. Si tuviéramos que hacer una lista, esta sería interminable. El dolor, la angustia y la desesperanza de muchas personas que conocemos permanecen ocultas a nuestros ojos. Solo cuando se levante la tupida cortina del aislamiento, nos daremos cuenta de los dramas personales que han vivido la familia del bloque de enfrente, el matrimonio mayor con el que coincidíamos en la panadería, el vecino de la puerta contigua e incluso aquel familiar que guarda silencio por la vergüenza de su sentir o por el temor a preocuparnos. No va a ser nada fácil dar la cara a la verdad de lo que hemos vivido y viviremos, ni tampoco encontrar el ánimo para afrontar el mañana que nos sobreviene, incierto e imperioso.

Sin duda, va hacer falta que algo o alguien nos ayude a salir del estado de shock al que hemos sido sometidos, nos mueva a evitar cualquier tentación de evasión y nos libere del miedo a ese futuro herido de incertidumbre. Nos hace falta, en expresión de Péguy, la «pequeña esperanza», esa que nos pone en pie todas las mañanas para encarar el día que se nos regala y nos impulsa a atender unas circunstancias que, contra toda apariencia, están llenas de promesas. Sí, «la esperanza es una niña muy pequeña», vacilante, temblorosa, incluso agonizante cuando las cosas vienen muy mal dadas; y, sin embargo, ella tiene la capacidad de hacernos creer que mañana todo irá mejor y nos da las fuerzas oportunas para empeñarnos en vivir cada día y atravesar un futuro que no está escrito.

¿Dónde podemos aprender esta virtud tan necesaria? ¿Quiénes serán nuestros maestros? Sin duda, se aprende con el vivir y los maestros son aquellos que han vivido y han hecho de la esperanza el hilo de oro que ha hilvanado su vida. Los mayores, nuestros mayores, son los maestros de esperanza. Justamente, esa generación, nacida en torno a la guerra civil, ha sido golpeada por esta pandemia. Ellos padecieron una contienda fratricida y la carestía de lo necesario; ellos empezaron a trabajar de muy niños y emigraron para labrarse un futuro; ellos renunciaron a una vida fácil y se entregaron al pluriempleo para que sus hijos vivieran mejor; ellos fraguaron la transición e hicieron entrega a las siguiente generaciones de una sociedad reconciliada; ellos han sostenido a sus familias en las crisis que han sobrevenido y han hecho del cuidado de sus nietos su devoción…

En efecto, la generación de nuestros mayores son maestros de esperanza, porque contra toda desesperanza han fraguado el presente que tanto disfrutamos. Por eso, resulta tan dramático e injusto el final que muchos están teniendo. La epidemia no solo se ha ensañado con ellos, también ha sido despiadada en el modo de entregarlos a la muerte: arrancados de sus seres queridos, solos, en silencio, sin apenas una oración, apilados a la espera de ser incinerados… Este hecho parecería contradecir la esperanza que movió sus vidas. ¡Tanto trabajo, tanto esfuerzo, tanta generosidad, tanta entrega, para terminar así! La oscura y pesada desesperanza perecería haber vencido a esa niñita de nada que es la pequeña esperanza. Que lo digan las mujeres que han perdido a sus maridos, los hijos que no se han despedido de sus padres, los cuidadores que han tenido ante sus ojos tamaña injusticia.

La crisis del coronavirus está coincidiendo providencialmente con los tiempos litúrgicos de Cuaresma y de Pascua. En el cenit de la epidemia, la Iglesia celebró la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en la Vigilia, en su homilía, el Papa Francisco rasgó la cortina negra de la desesperanza con un anuncio siempre nuevo: «En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios […] Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. ¡Ánimo, con Dios nada está perdido!».

La mayoría de los ancianos que esta epidemia nos ha arrebatado eran cristianos. Podemos decir que esta es la última generación creyente y que su esperanza estaba puesta en Dios. No cabe duda de que en el deseo de transmitir lo mejor a los suyos, entraba una buena enseñanza, un buen trabajo, unos buenos valores…, pero también esa fe que iluminaba sus vidas. Y, sin embargo, las generaciones que les hemos sucedido no hemos sabido ver en ellos el reflejo de esa luz que proporciona la fe en Jesucristo; esa fe sencilla que ha sostenido su esperanza y ha alentado su entrega generosa. Ahora, los mayores que quedan, esos a los que se les ha arrebatado sus cónyuges, hermanos o amigos, están llamados a prestar un último servicio: ser centinelas de la esperanza, poner al cuidado de la siguiente generación «la pequeña esperanza»; esa esperanza teologal que se recibe como gracia.

La crisis del coronavirus, sus efectos y su duración en el tiempo, va a probar la esperanza de aquellos que tenemos que construir el futuro. Siempre cabe la duda de saber si estamos preparados. Tan volcado estamos en vivir el instante y en exprimir lo que nos da esta vida, que necesitamos que los mayores que han sido enfrentados a la muerte nos manifiesten que hay esperanza: no solo esa esperanza que les ha hecho vivir, sino también esa esperanza que les permite encarar su último aliento. Ellos van a padecer como nadie la ausencia de los seres queridos, nuestra generación necesita ver en sus rostros la paz que brota de esperar en el Dios de la vida. Ellos mismos, en el momento más imprevisto, se enfrentarán a su propia muerte, sus oraciones bisbiseadas serán la expresión de su confianza en un Dios en cuyas manos saben que nada se pierde. Sin duda, este es el último y gran testimonio de esperanza que necesitamos de nuestros mayores.

Y nosotros, las generaciones que les sucedemos, cómo podremos recibir el cuidado de esa «pequeña esperanza». Sin duda, no con grandes proclamas, sino simplemente conviviendo con nuestros mayores, observándolos, escuchándolos, aprendiendo el secreto de su vida que tantas veces hemos ignorado. Nuestra generación va siempre deprisa, pierde la vida en miles de actividades, se agota en multitud de proyectos, se vanagloria de lo que ha recibido, corre hacia un progreso sin horizonte ni destino y apenas tiene tiempo para sus mayores. Los ancianos no son nuestro pasado, son el seno en el que se gesta esa niña de nada, pero sin la cual, el mañana y todo lo que hagamos «no sería más que un cementerio».