Cincuenta años de un huracán de fe - Alfa y Omega

Cincuenta años de un huracán de fe

En esta Navidad, los católicos celebramos cincuenta años de un acontecimiento histórico que ha marcado decisivamente su vida de fe. El 25 de diciembre de 1961, el Santo Padre Juan XXIII firmaba la Constitución apostólica Humanae salutis, por la que convocaba oficialmente el Concilio Vaticano II (1962-1965). Medio siglo después, este Concilio, el más representativo de la Historia (unos 2.540 padres), sigue provocando debate dentro y fuera de la Iglesia

Jesús Colina. Roma
Juan XXIII firma, el 25 de diciembre de 1961, la Constitución Humanae salutis, por la que convoca el Concilio Vaticano II

Algunos consideran que el Concilio Vaticano II produjo una auténtica revolución en la doctrina de la Iglesia, cambiando la posición sobre cuestiones como el diálogo con las demás religiones, o con las confesiones cristianas. Ven en aquella cumbre eclesial una ruptura con el pasado. Se trata de la posición defendida tanto por los así llamados progresistas (que atribuyen al Concilio posiciones que nunca tomó en materia de teología o moral), como los tradicionalistas (que rechazan algunos de sus pronunciamientos, en particular, el reconocimiento de la libertad de conciencia).

Los Padres conciliares, en la Basílica de San Pedro, en la inauguración del Concilio Vaticano II

¿Un concilio de ruptura?

Los Papas, sin embargo, no han visto en este concilio una ruptura con el pasado, sino una continuidad. Es decir, aquel gran encuentro debe interpretarse a la luz de las enseñanzas de la Iglesia tanto precedentes como sucesivas al Concilio. Juan XXIII, al convocarlo, explicaba que su objetivo en la Iglesia era «fortalecer su fe y mirarse una vez más en el espectáculo maravilloso de su unidad». Para el Papa bueno -son palabras textuales de su convocatoria-, el Concilio quería ser «una demostración de la Iglesia, siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces, logra nuevas conquistas, aun permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina que le imprimiera en su rostro el divino Esposo, que la ama y protege, Cristo Jesús».

En medio del debate que tiene lugar en la Iglesia entre los que interpretan el Concilio Vaticano II como una ruptura, frente a la continuidad, Benedicto XVI ha decidido poner la cuestión en el centro de la vida eclesial. Por este motivo, el 16 de octubre pasado convocó el Año de la fe, que comenzará el 11 de octubre de 2012, en el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

«Será un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo», aclaró Benedicto XVI, poniéndose en el surco del espíritu y la letra con los que Juan XXIII convocó el Concilio.

En su Informe sobre la fe, de 1985, un libro entrevista escrito con Vittorio Messori, el entonces cardenal Ratzinger consideraba que, tras las posiciones de ruptura o radicales (sobre todo progresistas), con las que, con frecuencia, se aplicó el Concilio, era necesaria una nueva era: «Es más -confesaba-, creo que el auténtico tiempo del Vaticano II todavía no ha llegado, y que su recepción auténtica todavía no ha comenzado».

A este objetivo está dedicando ahora este Papa su pontificado, y esto explica la razón por la que ha convocado a todos los católicos del mundo a hacer de los años 2012-2013 una nueva reflexión sobre este evento, un evento ante todo de fe.

El Concilio de los récords

El Concilio Vaticano II ha sido el más representativo de todos los 21 Concilios ecuménicos de la Historia (sin contar el de los Apóstoles en Jerusalén), pues asistieron unos 2.540 padres conciliares (con una media de asistencia de unos 2.000). Fue el más grande en cuanto a cantidad (Calcedonia, 200; Trento, 950) y en cuanto a catolicidad, pues fue la primera vez que, en modo sustancial, participaron obispos no europeos (sobre todo, africanos y asiáticos).

La idea de celebrar un Concilio ecuménico, o de proseguir y concluir el Vaticano I, estuvo ya en la mente de algunos Papas, como Pío XI (1922-1939), que en los años 1923-1924 consultó al Episcopado sobre este particular. También Pío XII (1939-1958) volvió sobre el mismo asunto, llegando incluso a crear comisiones preparatorias, pero en ambos casos la idea no cristalizó en un proyecto concreto.

El Concilio constó de cuatro sesiones: la primera de ellas fue presidida por el mismo Papa, en el otoño de 1962. No pudo concluir este Concilio, ya que falleció un año después (el 3 de junio de 1963). Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, el Papa Pablo VI, hasta su clausura en 1965. La lengua oficial del Concilio fue la lengua latina.

¿Es obligatorio aceptar el Concilio?

En este sentido, ha tenido enorme eco en la Santa Sede el artículo que publicó, este 2 de diciembre, el diario vaticano L’Osservatore Romano, de monseñor Fernando Ocáriz, Vicario General del Opus Dei, y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tanto ahora como en tiempos en los que este dicasterio vaticano tenía por Prefecto al cardenal Ratzinger. El artículo afronta el debate que tiene lugar, en estos momentos, entre la Santa Sede y la Hermandad Sacerdotal de San Pío X, fundada por Marcel Lefebvre, arzobispo francés que se opuso a enseñanzas del Concilio (1962-1965), y que por este motivo acabaría separándose de Roma con un acto cismático de ordenación de obispos sin el consentimiento de la Santa Sede (1988).

Los actuales miembros de esta Fraternidad, en conversaciones con representantes del Vaticano, con vistas a su regreso a la comunión plena con Roma, defienden la posibilidad para un católico de rechazar las enseñanzas de aquel Concilio. En estos momentos, están evaluando un documento que les ha presentado el Papa con el que, finalmente, deberían pronunciarse sobre su forma de aceptación (o rechazo) del Concilio.

Monseñor Ocáriz, en su artículo que ha sido distribuido por la Santa Sede en traducciones a seis idiomas (un gesto poco común), recuerda que el Concilio Vaticano II no definió ningún dogma, en el sentido de que no propuso, mediante acto definitivo, ninguna doctrina.

«Sin embargo, el hecho de que un acto del magisterio de la Iglesia no se ejerza mediante el carisma de la infalibilidad, no significa que pueda considerarse falible en el sentido de que transmita una doctrina provisional, o bien opiniones autorizadas. Toda expresión de Magisterio auténtico hay que recibirla como lo que verdaderamente es: una enseñanza dada por los pastores que, en la sucesión apostólica, hablan con el carisma de la verdad, revestidos de la autoridad de Cristo, a la luz del Espíritu Santo», escribía el Vicario General del Opus Dei. Y subrayaba: «Este carisma, autoridad y luz ciertamente estuvieron presentes en el Concilio Vaticano II; negar esto a todo el Episcopado», reunido con el Papa y bajo el Papa, «para enseñar a la Iglesia universal, sería negar algo de la esencia misma de la Iglesia».

Naturalmente, aclara también que «no todas las afirmaciones contenidas en los documentos conciliares tienen el mismo valor doctrinal y, por lo tanto, no todas requieren el mismo grado de adhesión». Y añade: «Las afirmaciones del Concilio Vaticano II que recuerdan verdades de fe requieren, obviamente, la adhesión de fe teologal, no porque hayan sido enseñadas por este Concilio, sino porque ya habían sido enseñadas infaliblemente como tales por la Iglesia, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal. Así como requieren un asentimiento pleno y definitivo las otras doctrinas recordadas por el Vaticano II que ya habían sido propuestas con acto definitivo por precedentes intervenciones magisteriales».

Según recuerda Ocáriz, las demás enseñanzas doctrinales del Concilio requieren de los fieles el grado de adhesión denominado «religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia». Es decir, «un asentimiento religioso, no fundado en motivaciones puramente racionales». Tal adhesión no se configura como un acto de fe, sino más bien de obediencia, que «no constituye un límite puesto a la libertad; al contrario, es fuente de libertad. Las palabras de Cristo: Quien a vosotros escucha, a mí me escucha (Lucas 10,16) se dirigen también a los sucesores de los apóstoles; y escuchar a Cristo significa recibir en sí la verdad que hace libres».

Asimismo, el teólogo aclara que, «en los documentos magisteriales puede haber también -como de hecho se hallan en el Concilio Vaticano II- elementos no propiamente doctrinales, de naturaleza más o menos circunstancial (descripciones del estado de las sociedades, sugerencias, exhortaciones, etc.) Tales elementos deben acogerse con respeto y gratitud, pero no requieren una adhesión intelectual en sentido propio».

Juan XXIII ora en la Basílica romana de San Pablo Extramuros, poco antes de anunciar su intención de convocar el Concilio Vaticano II

Reavivar el huracán de fe

Estas aclaraciones permiten comprender el motivo por el que el Papa Benedicto XVI ha querido unir el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II con el Año de la fe, pues, como él mismo explicaba en el documento con el que lo convocó (Motu propio Porta fidei, n. 4), «los contenidos esenciales que, desde siglos, constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado».

De este modo, el huracán de fe que desató aquel concilio convocado hace cincuenta años desplegará todas sus posibilidades entre la comunidad eclesial.