La realidad: Cristo - Alfa y Omega

La realidad: Cristo

Alfa y Omega

Mientras los contertulios de un programa televisivo, al hilo de la agonía del Papa Juan Pablo II, no dejaban de hacerle todo tipo de reproches (en palabras de Cristo en la Cruz, no sabían lo que hacían), la parte inferior de la pantalla los desmentía rotundamente con los innumerables SMS enviados al programa, sobre todo de jóvenes. Uno tras otro, los mensajes no dejaban de expresar la profunda conmoción producida por el testimonio clamoroso de una agonía, de una vida entera, que sólo transparentaba amor, un Amor con mayúscula. No en vano estaba siendo, entonces más que nunca, si cabe, el Dulce Cristo en la tierra, en palabras de santa Catalina de Siena.

En el momento de la muerte, la conmoción explotó más allá de todo lo imaginable. Era una muerte, paradójicamente, llena de vida. La tan traída y llevada muerte digna, que no intenta sino ocultar la mentira y la desesperación, quedaba desenmascarada, y la luz de la esperanza empezaba a brillar con una fuerza imparable. Hasta los mensajes de la pantalla del día anterior se quedaban cortos, y brotaban incontenibles, a lo largo y ancho del mundo, las expresiones de gratitud y de cariño, tan llenas de dolor como de una misteriosa paz y alegría interior que se llama fe, hacia el mejor amigo que se había ido y que, sin embargo, se le sentía más cerca que nunca.

Todos y en todas partes, católicos y no católicos, incluidos los que estaban en contra, en contra de la Iglesia que no impedía el espectáculo de un Papa anciano, enfermo y debilitado hasta la extenuación, y en contra del mismo Papa que no renunciaba, ahora se emocionaban y no podían sujetar el corazón que explotaba como un torrente de lágrimas hechas, a la vez, de dolor y de alegría, que a nadie podían dejar indiferente. ¿Qué ha sucedido? Sencillamente, que una sociedad narcotizada y manipulada, de repente, se ha topado con una realidad tan potente, que al menos por unos instantes ha salido de la ensoñación de la mentira y ha podido contemplar la verdad.

El mundo seguirá empeñado en suministrar más y más dosis de narcóticos y manipulación. Nada podrá, sin embargo, ante quien se decida, de una vez por todas, a decir a la Verdad que nos hace libres. Como María, como su hijo queridísimo Karol Wojtyla, el Papa que vino de tras el telón de acero, pero a quien ningún acero del mundo pudo abatir su libertad, asentada en la Realidad, no en la ensoñación de las ideologías, de cualquier signo que fuesen. Por eso, lo primero que nos dijo al revestirse de Pedro y calzar las sandalias del Pescador fue ese invencible «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!» ¡A la Realidad! San Pablo, desde la cárcel, así se lo decía a los cristianos de Colosas: «Todo ha sido creado por Cristo y para Cristo, y todo tiene en Él su consistencia». ¡Todo, absolutamente todo! ¿Por qué, si no, decía san Pablo que no quería saber otra cosa que «a Jesucristo, y éste crucificado»?

La Cruz no ha dejado de marcar el camino del Papa que acaba de llegar a la Casa del Padre, desde niño, cuando de la mano de su padre caminaba entre la nieve en ese primer vía crucis por las cercanías de su pueblo —el lugar se llama Calvaria, ¡todo un signo!—, hasta el último, abrazado a Cristo crucificado, con sus manos, con su cuerpo dolorido, con toda su alma… en su capilla junto a San Pedro. Hace ya más de veinte años, en su Carta del dolor salvífico, nos decía: «El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas… ¡No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla!».

En sus últimos años, en sus últimos meses, en sus últimos días, hasta el último suspiro, lo ha proclamado con tal fuerza, que el mundo entero ha podido ver, con toda nitidez, cómo el Amor es más grande y más fuerte que todo el mal del mundo. «En la lucha cósmica —dice también en la Carta Salvifici doloris— entre las fuerzas espirituales del bien y las del mal, los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas». En su último Mensaje para la Jornada de la Paz, de este año 2005, coincidiendo con la publicación de su último libro, Memoria e identidad, que la recoge como leitmotiv, nos ha dejado la clave de la vida: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien». El Bien, la Verdad, la Belleza, es decir, la Realidad, que tan esplendorosamente han brillado en Juan Pablo II, no es otra que Jesucristo, en Quien todo tiene su consistencia. Y Jesucristo está en ese pueblo débil y frágil que se llama Iglesia, una vasija de barro la llama san Pablo, pero que contiene el Tesoro inmarcesible de una Libertad contra la que nada pueden los narcóticos ni las manipulaciones. Dejemos que nos hable, ya desde la ventana del Cielo, el mismo Juan Pablo: «Los manantiales de la fuerza divina brotan, precisamente, en medio de la debilidad humana. Los que participan de los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás». ¡No podemos hoy calibrar suficientemente hasta qué punto estamos ya compartiendo este tesoro infinito!