El Santo Sepulcro ha reabierto sus puertas. Llevaba cerrado desde finales del mes de marzo a causa de la pandemia del COVID-19. Desde que se clausuró la entrada en el siglo XIV por la peste negra, no había sucedido nada parecido. Miles de palmeros —así se llaman quienes peregrinan a Jerusalén— vieron frustrados sus planes de visitar en Semana Santa el monte Calvario y la tumba vacía. Durante estos meses solo lo han hecho unas pocas personas, en su mayoría religiosos que sirven en el santo lugar. Las puertas estaban cerradas. Las dos familias musulmanas que custodian la llave y franquean el paso no podían abrirlas.
También los apóstoles estaban encerrados, parapetados en una casa «con las puertas cerradas» el día de Pentecostés. El encierro puede dar seguridad. Puede ser imprescindible para salvar la vida, pero, si no lo inspira Cristo, se convierte fácilmente en una prisión o una tumba. En la tumba que acoge la Anástasis, la majestuosa cúpula del monumento sobre el sepulcro vacío, se conserva un fragmento de la piedra que cubría la entrada. La llaman la piedra del ángel porque en ella se sentó uno en la mañana de Pascua. La losa corrida y la tumba abierta indican que no se debe buscar entre los muertos al que vive. Las puertas cerradas fácilmente pasan de la falsa seguridad al presagio de muerte.
Como recordó san Juan Pablo II en este mismo sitio, «en el Santo Sepulcro y en el Gólgota, a la vez que renovamos nuestra profesión de fe en el Señor resucitado, ¿podemos dudar de que con el poder del Espíritu de vida recibiremos la fuerza para superar nuestras divisiones y trabajar juntos a fin de construir un futuro de reconciliación, unidad y paz? Aquí, como en ningún otro lugar de la tierra, oímos una vez más al Señor que dice a sus discípulos: “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo”».
Si en cada Eucaristía visitamos el cenáculo, en cada Misa celebramos la Resurrección de Cristo, que tuvo lugar aquí. De algún modo, todos venimos cuando nos reunimos en nombre de Cristo resucitado. Las puertas cerradas quedan ahora abiertas. De Jerusalén, hay que partir a hacer «discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». A España llegó nada menos que el apóstol Santiago. Gracias a la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén, cuya Lugartenencia tiene su sede espiritual en la basílica de San Francisco el Grande en Madrid, desde nuestro país se sostiene y ayuda a las obras y las instituciones de culto, caritativas, culturales y sociales de la Iglesia católica en Tierra Santa.
La tumba está vacía.
Las puertas del sepulcro están abiertas.
Hay que ponerse en marcha.
Feliz Pentecostés.