Ven, Espíritu Santo, y llénanos de tu armonía - Alfa y Omega

En Pentecostés es bueno contemplar a la Iglesia en marcha, ver a la multitud de hombres y mujeres que son llamados por el Señor y enviados a anunciar el Evangelio y a ser testigos de Él en medio de este mundo. Al mirar en este día a toda la Iglesia, sentimos el gozo de vivir lo que tan bellamente nos recordaba el Papa san Juan Pablo II cuando nos hablaba de aquella parábola en la que el Señor hace un llamamiento a todos los hombres y que hoy nos sigue haciendo a pastores, miembros de la vida consagrada y laicos: «Id también vosotros a mi viña». Quisiera que esta carta tuviera un eco especial en la vida, misión y vocación a la que hemos sido llamados como Iglesia en medio del mundo.

Os invito a tomar conciencia de nosotros mismos. Hemos sido salvados sin merecimiento alguno, se nos ha amado incondicionalmente en lo que somos y como somos. Es normal que, si tomamos conciencia de ello, nos avergoncemos, pero bendita vergüenza; esta es ya una gracia. Permitidme recordar ese momento impresionante que vivieron los primeros discípulos el día de Pentecostés. Jesús había resucitado, había estado con ellos, se habían alegrado de su presencia y de sus palabras, pero aun así «estaban con las puertas cerradas», tal y como nos dice el Evangelio (Jn 20, 19-26). Tenían miedos, estaban encerrados en una estancia, no se atrevían a salir al mundo, vivían con muy pocas perspectivas y horizontes. No sabían cómo hacer lo que Jesús les pidió el día de su Ascensión: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio». Algo parecido puede sucedernos a nosotros; tenemos muchos conocimientos, hemos logrado muchos avances, pero los miedos no se nos quitan.

Por un momento, contemplemos Pentecostés, contemplemos cuando el Señor les envía el Espíritu Santo que les había prometido. Todo cambia: sus preocupaciones se desvanecen, lo suyo no es lo importante, lo suyo es hablar y anunciar al Señor. Ni miedos ni dificultades para el camino, ni desalientos, ni preocupaciones por cómo salvar sus vidas. Dejan su encerramiento y salen a anunciar el Evangelio a todos. Marchan por el mundo conocido y entran en la realidad y en los caminos de los hombres. Les entra el deseo y el ansia de llegar hasta el último confín de la tierra.

Los primeros discípulos no eran expertos en hablar en público, pero habían sido transformados por el Espíritu Santo que no es alguien lejano y abstracto. No. Es muy concreto, es muy cercano, es quien nos cambia la vida. No es quien quita los problemas, tampoco quien realiza milagros espectaculares, ni por supuesto viene a eliminar de nuestra vida a los adversarios, ni a quienes son contrarios a lo que nosotros anunciamos. No. El Espíritu Santo trae la Vida a nuestra vida, nos da la armonía que nos falta, nos regala su misma armonía. Él es armonía. Provoca en nosotros una transformación tal que nos regala su armonía y la pone dentro de nosotros mismos y plasma este mundo como hijos y hermanos, da el contenido que estas palabras tienen realmente y nos hace trabajar para ello llevando paz donde hay discordia y conflicto. Como los apóstoles, nosotros necesitamos ser cambiados por dentro. Nuestro corazón está enturbiado, está en zozobra, está necesitado de un Amor que es regalo. Nos lo da Jesús y urge recibirlo. No nos basta ver, hay que vivir. No basta ver ni siquiera lo que vieron los primeros discípulos, que vieron al Resucitado. Urge que vivamos como resucitados. No basta verlo, es necesario que Jesús viva y renazca en nuestra vida, que nos cambie por dentro. Y aquí está la fuerza del Espíritu Santo. En este encuentro de Jesús con los discípulos del Evangelio de Juan, les dice por tres veces: «Paz a vosotros». La paz que el Señor les da no va a liberarlos de todos los problemas que se van a encontrar en el anuncio del Evangelio, en toda la misión y en todos los caminos por donde irán. Los que somos de tierra de mar quizá entendemos mejor esto de la paz porque hemos visto oleajes tremendos en la superficie del mar, pero, cuando entras en la profundidad, descubres que hay tranquilidad.

Este fue el camino de los apóstoles el día de Pentecostés: se dejaron invadir por la profundidad que da el Espíritu Santo, no se dejaron manejar por el momento en el que estaban observados y perseguidos. Y esto los mantuvo fuertes, serenos, con capacidad de hacer obras grandes como así se nos manifiesta en su camino de evangelización. «La paz os dejo» es un camino, el de la paz de Jesús, que no está en alejarnos de los problemas del momento, sino en dejarnos llevar por la profundidad que nos da el Espíritu Santo. Este no nos homologa, no elimina la diversidad que trae riqueza, pero sí da la armonía y la unidad a la diversidad.

Queridos laicos, en este día en que recordamos de un modo especial al laicado cristiano y a la Acción Católica, os invito a vivir vuestra vocación y misión que están enraizadas en vuestro Bautismo y Confirmación, para que, llenos del Espíritu Santo, os orientéis como nos dice la constitución Lumen gentium a «buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG 31). Os animo a asumir tres tareas esenciales hoy:

1-. Habéis sido llamados a construir un orden justo. Con generosidad y valentía, iluminados por la fe y el magisterio de la Iglesia y siempre animados por la caridad de Cristo.

2-. Habéis sido llamados a construir la sociedad con valores evangélicos. Configurados con Cristo por el Bautismo, sentíos corresponsables en la edificación de la sociedad según los criterios del Evangelio.

3-. Habéis sido llamados a transformar la sociedad aplicando la doctrina social de la Iglesia. Afrontando las tareas diarias en el campo político, económico, social y cultural, trabajando por el respeto a la vida, la promoción de la justicia, la defensa de los derechos humanos y el desarrollo integral del hombre… Todo esto es dar testimonio de Cristo.