El primer Vaticano - Alfa y Omega

El pasado domingo, a mediodía, las gaviotas y palomas cedieron a regañadientes a los fieles el control de la plaza de San Pedro, cerrada durante dos meses y medio por pandemia de coronavirus. Al final del regina coeli, Francisco fue acogido con un gran aplauso al asomarse a la ventana para impartir una bendición sin palabras mientras las campanas de la basílica sonaban a voleo festejando el reencuentro.

La cuarentena ha sido tiempo de dolor y angustia, pero también de reflexión, de vuelta a la sencillez, a lo esencial. De un retorno saludable a los primeros tres siglos de cristianismo. Mientras los templos estuvieron cerrados y sin culto, las Iglesias domésticas —las de los primeros cristianos—, afloraron a millones en todos los continentes, y muchísimos católicos repartían alimentos a los necesitados, prestaban servicios a enfermos o ayudaban a ancianos encerrados en sus casas.

Las familias han seguido en sus ordenadores, tabletas o teléfonos móviles las ceremonias de Semana Santa del Papa, la Misa dominical del obispo e incluso novenas de los párrocos. No podían comulgar, pero sí podían rezar.

Entretanto, el parón de la maquinaria administrativa vaticana revelaba su carácter secundario. Casi nadie la echaba en falta. Francisco rezaba más que nunca, y los fieles le acompañaban en directo, incluso en la Misa de las siete de la mañana.

Durante dos meses y medio, las gaviotas que campaban a sus anchas por la plaza de San Pedro evocaban el primer Vaticano, a orillas del mar de Tiberíades, mucho más sencillo y atento al Maestro. Era, simplemente, la casa de Pedro de Betsaida en Cafarnaúm, que Jesús utilizaba como base de operaciones durante sus tres años de vida pública.

Después, durante los tres siglos de extraordinaria expansión del cristianismo en un ambiente materialista y hostil, el Vaticano era la modesta casa de Pedro y de cada uno de sus sucesores. La hipertrofia de la anacrónica estructura actual, con su jungla de 80 organismos, salta a la vista.

El pasado 21 de mayo, en un vigoroso mensaje a las Obras Misionales Pontificas, Francisco advertía de que «muchos mecanismos eclesiásticos a todos los niveles parecen estar absorbidos por la obsesión de promocionarse a sí mismos y sus propias iniciativas, como si ese fuera el objetivo y el horizonte de su misión». Algunos son recuperables. Otros son ramas secas que hay que podar.