Doce días con Conchi en la habitación 229 - Alfa y Omega

Doce días con Conchi en la habitación 229

Teresa Navarro ha pasado parte de su confinamiento en la habitación 229 del Hospital de Villarrobledo con Conchi, de 59 años y con síndrome de Down. Cuando llegó a la habitación estaba temblando, atada a la cama. Juan Villanueva ha estado confinado en el Cottolengo del Padre Alegre

José Calderero de Aldecoa
Teresa Navarro y Conchi se hacen un selfi uno de sus días de confinamiento juntas. Foto: Teresa Navarro

Lo primero que vio Teresa Navarro Alarcón al empujar la puerta de la habitación 229 del Hospital de Villarrobledo fue «demasiado impactante», confiesa a Alfa y Omega. «Me encontré con Conchi atada a la cama, temblando, con el camisón mal puesto de tanto moverse. Tenía pinta de no saber lo que le estaba pasando». Inmediatamente, la joven de 20 años soltó las muchas pertenencias que llevaba, desató las correas de las muñecas de aquella mujer y tan solo agarró su mano para intentar tranquilizarla. «Nos pasamos horas así hasta que se relajó», asegura.

Doce horas antes de aquel encuentro, las dos mujeres no se conocían de nada. Teresa estudiaba segundo de Enfermería en la Universidad CEU Cardenal Herrera. Se había decantado por esta profesión después de que sus padres adoptaran una niña de Etiopía «y nos fuéramos toda la familia de viaje a recogerla. Me quedé impactada». Dos años después, «volví yo sola al país de voluntariado y entonces decidí estudiar enfermería por mis ganas de ayudar a los demás, de cuidarlos y verlos felices». Concepción —Conchi—, por su parte, con síndrome de Down y 59 años, había perdido a sus padres y vivía en piso tutelado de la Fundación Tutelar de Castilla la Mancha (FUTUCAM).

Sin embargo, ambas coincidieron en aquella habitación de hospital después de que Conchi contrajera el coronavirus y Teresa comenzara el Estado de alarma pensando de qué manera podía aprovechar el tiempo y ayudar a los demás. «Había mucho caos y no encontraba nada, pero no me podía quedar en casa ante tanto sufrimiento», afirma.

Sus ganas de ayudar se materializaron en forma de mensaje. El remitente era FUTUCAM. Estaban buscando un voluntario para confinarse con Conchi en el hospital. Teresa se puso en contacto con ellos por teléfono y en la misma llamada aceptó la propuesta: «El chico me dijo que no encontraban a nadie y que estaban muy agobiados. “La gente no se quiere presentar por si contraen el coronavirus”, decía». «Yo le contesté que a mí me daba igual el COVID-19, que se me partía el alma al pensar en aquella mujer sola en el hospital, y que aceptaba». A la joven no le daba miedo el virus, pero una vez que colgó el teléfono se dio cuenta de que sí le causaba pavor el hecho de que aquella mujer pudiera fallecer entre sus brazos. Entonces rezó. «Le pedí a Dios que por favor saliera todo bien, que nos diera fuerzas a las dos y que me guiara, que nunca me había enfrentado a una situación como esta», rememora Navarro.

Doce días de encierro

Pocas horas después de la llamada, el jueves 2 de abril, Teresa entró en la habitación, desató las correas a Conchi y afrontaron juntas doce días de confinamiento hospitalario, aunque entonces la duración todavía no estaba clara. «Al principio yo intentaba animarla, pero parecía que hablaba para las paredes». La joven le decía que «todo iba a salir bien» y que «pronto saldríamos de allí», pero no obtuvo más respuesta que el silencio. «Luego llegaron tres o cuatro días que Conchi pasó durmiendo. Yo aprovechaba para estudiar o para hablar con mi familia».

Al salir del letargo comenzó una ligera recuperación, «e incluso empecé a llevarla yo sola al baño, sin ayuda de las enfermeras». Pero cuando parecía que todo iba bien llegó el momento más duro del confinamiento: «Estábamos volviendo del baño y le fallaron las piernas. La tuve que dejar en el suelo para que no se cayera y pedir ayuda. Esa misma noche estaba muy inquieta y no se podía dormir. A mí se me juntó todo, y me eché a llorar». Entonces, se cambiaron las tornas y Conchi agarró la mano de Teresa, que dejó inmediatamente de llorar y sintió «que me daba las gracias y que me decía que lo íbamos a superar juntas».

Y así fue. Conchi superó el coronavirus y el lunes 13 de abril llegó el alta. Las lágrimas volvieron a aparecer, pero en este caso de alegría. Una vez en casa, Teresa tuvo que aislarse en su habitación hasta que le dieran el resultado de la prueba PCR. «Para mi sorpresa, salió negativo». Una segunda sorpresa fue descubrir todo lo que había aprendido de esta experiencia: «Estoy estudiando Enfermería y me pasé doce días encerrada en un hospital, pero sobre todo he aprendido que las relaciones no se basan en las cosas materiales, sino en el amor. Dar un poco de amor a los demás puede cambiar el confinamiento de los que nos rodean», concluye la joven.

Juan Villanueva durante un voluntariado en Irak. Foto: Juan Villanueva

Del IESE al Cottolengo

Al igual que el de Teresa, el confinamiento de Juan Villanueva también es paradigma del trabajo muchas veces oculto que los laicos han realizado durante la actual pandemia. En su caso, con los usuarios del Cottolengo del Padre Alegre de Barcelona, donde este joven estudiante del MBA del IESE se confinó durante dos semanas. Acude allí con regularidad para hacer voluntariado desde que conoció la entidad a través del colegio en el que estudió. «Nos llevaron varias veces y luego volví durante mi etapa universitaria casi cada día para ayudar en lo que me pidieran las hermanas», asegura.

Con estos antecedentes, Villanueva no se lo pensó dos veces cuando recibió un escrito de un médico voluntario en el que decía que quizá sería bueno que alguien fuera a ayudar a las religiosas, que estaban con mucho trabajo. «Algunos llamamos al Cottolengo y dijimos que nos gustaría ir a ayudar si lo podíamos compatibilizar con nuestras clases online». Las hermanas recibieron la noticia con alegría y Juan se trasladó allí con su hermano y otros voluntarios para confinarse durante 14 días.

«Por las mañanas despertábamos a los niños y les dábamos el desayuno. Luego colaborábamos también en la comida y, por las noches, en la cena. Era un trabajo bastante sencillo», describe Juan quitándose mérito al mismo tiempo que subraya la «entrega absoluta» de las religiosas del Cottolengo. «Se dedican infatigablemente a los enfermos. Es un darse a los demás constante». «Es muy bonito, pero muy duro. Siento una admiración enorme por las hermanas». El ejemplo de las religiosas impresionó de tal modo al joven que, tras concluir su confinamiento, quiso darles las gracias públicamente y mandó un vídeo a la iniciativa Gracias en un minuto que la ACdP ha puesto en marcha para reconocer el trabajo de la Iglesia: «Quiero dar las gracias a las hermanas del Cottolengo por mostrarnos cada día esa ilusión y esa fuerza de trabajar por los demás y hacerlo de una forma absolutamente gratuita y siempre con una gran sonrisa en la cara».