Benedicto XVI: «En la Divina Misericordia se encuentra la unidad» entre Juan Pablo II y Francisco - Alfa y Omega

Benedicto XVI: «En la Divina Misericordia se encuentra la unidad» entre Juan Pablo II y Francisco

Con motivo del centenario del nacimiento de san Juan Pablo II, el Papa emérito Benedicto XVI ha escrito una carta al arzobispo emérito de Cracovia y exsecretario del Papa polaco, Stanislaw Dziwisz. En la misiva, publicada por la Conferencia Episcopal Polaca y que aquí se reproduce íntegramente, ofrece algunos recuerdos personales del Pontífice, como su humildad, y reflexiona sobre la Divina Misericordia como clave de interpretación de su pontificado. Y concluye: «Dejemos abierta la cuestión de si el epíteto magno prevalecerá o no. Es verdad que el poder y la bondad de Dios se han hecho visibles a todos nosotros en Juan Pablo II»

Papa Benedicto XVI
Foto: EPA.

Hace 100 años, el 18 de mayo, nació el Papa Juan Pablo II en el pequeño pueblo polaco de Wadowice.

Después de haber estado dividida durante más de 100 años entre las tres grandes potencias vecinas de Prusia, Rusia y Austria, Polonia recuperó su independencia al final de la Primera Guerra Mundial. Fue un evento histórico que alumbró una gran esperanza; pero también implicaba muchas dificultades pues el nuevo Estado, en el proceso de su reorganización, continuaba sintiendo la presión del poder de Alemania y Rusia.

En esta situación de opresión, pero sobre todo en esta situación marcada por la esperanza, creció el joven Karol Wojtyla. Perdió a su madre y a su hermano bastante pronto y, finalmente, también a su padre, de quien había aprendido una piedad profunda y cálida. El joven Karol se sentía particularmente atraído por la literatura y el teatro. Después de aprobar su examen final de Secundaria, eligió estudiar estas materias.

Teología vivida

«Para evitar la deportación, en otoño de 1940 empezó a trabajar en una cantera de la planta química de Solvay» (Don y misterio). «En otoño de 1942, tomó la decisión firme de entrar al seminario de Cracovia, que el arzobispo Sapieha había establecido en secreto en su residencia. Como trabajador de la fábrica, Karol ya había empezado a estudiar teología en viejos libros de texto; y así, el 1 de noviembre de 1946, pudo ordenarse sacerdote» (ibid.).

Por supuesto, Karol no solo estudió teología en los libros, sino también a través de la experiencia de la difícil situación en la que se encontraban él y su país. Esta es de algún modo una característica de toda su vida y obra. Estudiaba libros pero las cuestiones que estos planteaban se convertían en la realidad que él experimentaba y vivía profundamente.

Como joven obispo –como obispo auxiliar desde 1958 y luego arzobispo de Cracovia desde 1964– el Concilio Vaticano II se convirtió en la escuela de toda su vida y obra. Las importantes cuestiones que aparecían, especialmente en conexión con el llamado Esquema 13, que más tarde se convertiría en la constitución Gaudium et spes, eran las suyas propias. Las respuestas desarrolladas por el Concilio prepararon el camino de su comisión como obispo y, más tarde, como Papa.

Papa en una situación dramática

Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido Sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una situación dramática. Las deliberaciones del Concilio se habían presentado al público como una disputa sobre la fe misma, que parecía privar al Concilio de su infalible e inquebrantable seguridad. Un párroco bávaro, por ejemplo, comentaba la situación diciendo «al final, caímos en la fe equivocada».

Este sentimiento de que ya nada era seguro, de que todo estaba en cuestión, se alimentó todavía más por el método de implementación de la reforma litúrgica. Al final, casi parecía que la liturgia podía crearse desde sí misma. Pablo VI llevó el Concilio a término con energía y determinación, pero tras su conclusión se enfrentó a problemas incluso más acuciantes que en último término cuestionaron la existencia misma de la Iglesia. En ese tiempo, los sociólogos comparaban la situación de la Iglesia con la de la Unión Soviética bajo el mandato de Gorbachov, durante el cual la poderosa estructura del Estado soviético se derrumbó bajo el proceso de su reforma.

«¡No tengáis miedo!»

Por tanto, en esencia, una tarea casi imposible aguardaba al nuevo Papa. Y sin embargo, desde el primer momento, Juan Pablo II suscitó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Las palabras de su homilía en la inauguración del pontificado: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Esta llamada y su tono caracterizarían todo el pontificado y le hicieron un restaurador libertador de la Iglesia. Esto estuvo condicionado por el hecho de que el nuevo Papa venía de un país donde la recepción del Concilio había sido positiva: una alegre renovación de todo en vez de una actitud de duda e incertidumbre en todo.

El Papa viajó por todo el mundo, hizo 104 viajes pastorales proclamando el Evangelio en cualquier lugar al que iba como un mensaje de alegría, explicando así la obligación de defender lo que es Bueno y de estar por Cristo.

En sus 14 encíclicas, presentó de forma íntegra la fe y doctrina de la Iglesia de forma humana. Haciendo esto, inevitablemente provocó la contracción en la Iglesia de Occidente, nublada por la duda y la incertidumbre.

La humildad del Papa

Parece importante hoy definir su verdadero núcleo, la perspectiva desde la cual podemos leer en mensaje contenido en sus diversos textos. Podríamos habernos dado cuenta en la hora de su muerte. El Papa Juan Pablo II murió en los primeros momentos de la recientemente establecida Fiesta de la Divina Misericordia.

Permítanme en primer lugar añadir un breve apunte personal que parece un aspecto importante de la naturaleza y la obra del Papa. Desde el primer momento, Juan Pablo II le conmovió profundamente el mensaje de Faustina Kowalska, una monja de Cracovia que subrayó la Divina Misericordia como un centro esencial de la fe cristiana. Ella había esperado que se estableciera como fiesta.

Después de consultar, el Papa eligió el Segundo Domingo de Pascua. Sin embargo, antes de tomar la decisión final, pidió a la Congregación para la Doctrina de la Fe que expresara su visión sobre la oportunidad de la fecha. Respondimos negativamente porque una fecha tan antigua, tradicional y significativa como el Domingo in albis con el que concluye la Octava de Pascua no debería cargarse con ideas modernas.

Ciertamente no fue fácil para el Santo Padre aceptar nuestra respuesta. Sin embargo, lo hizo con gran humildad y aceptó nuestra negativa una segunda vez. Finalmente, formuló una propuesta que dejó el Segundo Domingo de Pascua en su forma histórica pero incluía la Divina Misericordia en su mensaje original. Hubo con frecuencia casos similares en los que me impresionó la humildad de este gran Papa, que abandonaba ideas que le eran muy queridas porque no podía encontrar la aprobación de los órganos oficiales que deben ser consultados según las normas establecidas.

La luz de la misericordia

Cuando Juan Pablo II respiró por última vez en este mundo, acababan de concluir las Primeras Vísperas de la Fiesta de la Divina Misericordia. Esto iluminó la hora de su muerte: la luz de la misericordia de Dios se alza como un mensaje consolador sobre su muerte.

En su último libro, Memoria e identidad, que se publicó en vísperas de su muerte, el Papa una vez más resumía el mensaje de la Divina Misericordia. Señalaba que sor Faustina murió antes de los horrores de la Segunda Guerra Mundial pero ya dio la respuesta del Señor a toda aquella insoportable contienda. Es como si Cristo quisiera decir a través de Faustina: «El mal no obtendrá la victoria final. El misterio de Pascua afirma que al final el bien saldrá victorioso, que la vida triunfará sobre la muerte, y que el amor superará al odio».

Más fuerte que nuestra debilidad

A lo largo de su vida, el Papa buscó apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana, la doctrina de la salvación, y ayudar a otros a hacerlo suyo. A través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios está destinada a todo individuo. Aunque este centro de la existencia cristiana se nos da solo por la fe, también es significativo filosóficamente, porque si la misericordia de Dios no fuera un hecho, tendríamos que buscar nuestro camino en un mundo en el que el poder último del bien contra el mal no resulta reconocible.

Finalmente, más allá de este significado histórico objetivo, es indispensable para todos saber que al final la misericordia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad. Más aún, en este punto también se puede encontrar la unidad interna del mensaje de Juan Pablo II y las intenciones básicas del Papa Francisco: Juan Pablo II no es un rigorista moral, tal como algunos lo han presentado parcialmente.

Con la centralidad de la divina misericordia, nos da la oportunidad de aceptar la exigencia moral para el hombre, incluso si nunca podemos satisfacerla plenamente. Además, nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la misericordia divina, que demuestra ser una fuerza que sana nuestra debilidad.

«Santo subito»

Mientras el Papa Juan Pablo II estaba muriendo, la plaza de San Pedro se llenó de gente, especialmente de muchos jóvenes que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar el momento cuando monseñor Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre todo, el momento cuando la gran campana de San Pedro elevó este anuncio. En el día de su funeral había muchas pancartas con las palabras «Santo subito!». Era un grito que se alzaba del encuentro con Juan Pablo II desde todos los lados. No solo desde la plaza, sino en diferentes círculos intelectuales se discutió la idea de otorgarle el título de «Magno».

La palabra «santo» indica la esfera de Dios, y la palabra «magno» la dimensión humana. Según los estándares de la Iglesia, la santidad se puede reconocer por dos criterios: las virtudes heroicas y un milagro. Estos dos estándares están íntimamente relacionados. Como la palabra «virtud heroica» no significa una especie de logro olímpico, sino más bien algo que se hace visible en y a través de una persona, que no es obra suya sino de Dios y se hace reconocible en ella y a través de ella. No es un tipo de competición moral, sino el resultado de renunciar a la propia grandeza. La clave es que una persona deja a Dios obrar en él, y así la obra y el poder de Dios se hacen visibles a través de ella.

Foto: ABC.

Lo mismo se aplica al criterio del milagro: aquí también lo que cuenta no es que ocurra algo sensacional sino la revelación visible de la bondad sanadora de Dios, que trasciende todas las posibilidades meramente humanas. Un santo es el hombre que está abierto a Dios y penetrado de Dios. Un hombre santo es el que nos dirige lejos de él mismo y nos deja ver y reconocer a Dios.

Comprobar esto de forma jurídica, hasta donde es posible, es el propósito de los dos procesos de beatificación y canonización. En el caso de Juan Pablo II, ambos se llevaron a cabo siguiendo estrictamente las normas aplicables. Por ello, ahora él se presenta ante nosotros como el padre que hace visibles para nosotros la misericordia y la bondad de Dios.

¿San Juan Pablo II Magno?

Es más difícil definir correctamente el término «magno». En el curso de los casi 2.000 años de historia del papado, el título de «magno» se ha mantenido solo para dos papas: León I (440-461) y Gregorio I (590-604). En ambos casos, la palabra «magno» tiene una connotación política, pero precisamente porque algo del misterio de Dios mismo se hace visible a través de su éxito político.

Por medio del diálogo, León Magno fue capaz de convencer a Atila, príncipe de los hunos, de respetar Roma, la ciudad de los príncipes apostólicos Pedro y Pablo. Sin armas, sin poder militar o político, por medio del poder de su convicción por su fe, fue capaz de convencer al temido tirano para perdonar Roma. En la lucha entre el espíritu y el poder, el espíritu demostró ser más fuerte.

El éxito de Gregorio I no fue tan espectacular, pero fue capaz repetidas veces de proteger Roma contra los lombardos; esto también oponiéndose al poder con el espíritu y ganando con la victoria del espíritu.

Las divisiones del Papa

Si comparamos ambas historias con la de Juan Pablo II, la similitud es inconfundible. Juan Pablo II tampoco tenía poder militar o político. Durante la discusión sobre la futura forma de Europa y de Alemania en febrero de 1945, se dijo que también debería tomarse en consideración la reacción del Papa. Entonces Stalin preguntó: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?».

Bueno, no tenía ninguna división disponible. Sin embargo, el poder de la fe resultó ser una fuerza que finalmente trastornó el sistema de poder soviético en 1989 e hizo posible un nuevo inicio. Es indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en el derrumbe de los poderes. Y así, la grandeza que apareció en León I y Gregorio I ciertamente también es visible aquí.

Dejemos abierta la cuestión de si el epíteto «magno» prevalecerá o no. Es verdad que el poder y la bondad de Dios se han hecho visibles a todos nosotros en Juan Pablo II. En un tiempo en el que la Iglesia sufre otra vez la opresión del mal, es para nosotros un signo de esperanza y confianza.

¡Querido san Juan Pablo II, ruega por nosotros!