«La embriaguez de la inteligencia» - Alfa y Omega

«La embriaguez de la inteligencia»

Bernabé Rico

«Dos excesos. Excluir la razón, no admitir más que la razón». Pascal dixit. El hombre, en efecto, se ha debatido siempre entre ambos extremos a la hora de avenirse con aquello ante lo cual no responder es ya dar una respuesta, aunque sea únicamente con la vida: el misterio, lo sobrenatural, Dios. De un modo ineluctable nos hallamos en régimen de razón. Esta no es en nosotros algo de quita y pon, un complemento con el que decidimos ataviarnos para unas ocasiones, mas no para otras. Estaba en lo cierto quien dijo que todos deseamos comprender. La verdad no nos resbala, ni siquiera cuando nos incomoda o contraría. Esta es la sinuosa historia de todo hombre. Todo aquel que abriga en su seno el Misterio está llamado a hacerlo con todo su ser. También con su cabeza, no solo con su corazón. Porque una fe decapitada es una fe incomunicable e irrelevante más allá de lo que atañe al sujeto que la posee. Mientras que una razón hipertrofiada acaba por ser una razón techada, alicorta, incapaz de levantar la mirada y el vuelo hacia aquello que la sobrepuja. Es el estupor de la razón ante su misma pequeñez.

Esta difícil concordia de la fe y la razón puede ser trocada en belleza y maestría literaria. Así lo consiguió hacer el desconocido novelista francés Joseph Malègue en su Augustin o el maestro está ahí (BAC). Bien sabía su protagonista, monsieur Augustin Méridier, brillante y agudo filósofo, que «Dios ha elegido pasar por nuestra inteligencia». Pero quizás de tanto atender allí donde Dios había elegido pasar, terminó por desatender al mismo Dios que pasaba. Lo que pudo ser un feliz y juicioso banquete se zanjó en la ebriedad. En la «embriaguez de la inteligencia» a la que condujo, entre otros vinos, el cautivador vino de la desbocada exégesis histórico-crítica de principios del siglo pasado. Así, buscando aire y cielo para respirar conforme el hombre ha de hacerlo, Augustin, antaño fiel y piadoso, no hizo sino forjar en sí una razón techada, sin oído para lo sobrenatural. Ahormada y desfigurada, pues, por los usos intelectuales a la sazón en boga, la fe se le fue escurriendo por entre las ideas, esperando a ser restaurada algún día en su justo ser. Y la vida de quien conoció la fe y ya no la halla en sí se angosta, se endurece, se desespera a la busca de un norte, un suelo, un regazo, una verdad. Solo pudo despertar de aquella embriaguez al ser ardientemente golpeado, en el súbito y temprano ocaso de su existencia, por el amor y por esa extraña contraparte suya que tantas veces es el dolor.

El amor de una mujer lo despertó del sueño de la razón. Junto a él, el de su madre y su hermana, abnegado, insuflado por su fe sencilla, lo acercó al de Dios. Y este, en la hora undécima, lo devolvió a la vida. Devolvió asimismo la vista a su razón. Lo que hasta entonces había sido escollo se convertía ahora en puerta. Ni Cristo ni las letras que lo testimonian trababan ya el abrazo divino. «Prestó fe a las oscuridades a causa de las claridades que abruman». No rindió, pues, su razón. La abrió al misterio. Dejó que también ella fuera alcanzada por la santidad. Pascal dixit denuo: «la última andadura de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan. Ella no es más que débil si no llega a conocer esto».

Augustin sigue vivo en muchos hombres de ayer y de hoy, además de en la novela de Joseph Malègue, quizás la más importante del siglo XX escrita por un católico. Más vivo para nosotros ahora que, a la espera desde 1933, por fin ha despertado en nuestra lengua. Sepamos, como él alcanzó a saber, que el Maestro está ahí… y nos llama.