«Nadie va al Padre sino por mí» - Alfa y Omega

«Nadie va al Padre sino por mí»

V Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo

Tras varias semanas en las que en la Eucaristía se han proclamado los relatos de las apariciones del Señor a sus discípulos y el episodio del domingo del Buen Pastor, donde Jesús es el Pastor y la Puerta, este domingo y el próximo nos acercamos al discurso de despedida que nos refiere san Juan. En el contexto de la Última Cena, el evangelista condensa un conjunto de palabras pronunciadas por el Maestro con la finalidad de instruirles sobre cómo vivir y actuar cuando Él ya no estuviera presente visiblemente con ellos. Por eso, comienza advirtiéndoles de que, con la nueva situación que vendrá de inmediato a través del consejo, «no se turbe vuestro corazón». Debemos pensar que esta escena tiene lugar poco antes de padecer y morir. Los acontecimientos se precipitan y la presencia del Señor será distinta a partir de ese momento. De ordinario ya no habrá tiempo para discursos, parábolas o acciones de Jesús. En efecto, no podemos pensar en la Resurrección del Señor a modo de vuelta a la vida como si nada hubiera pasado, como si hubiera sido liberado de un secuestro de varios días. El mismo encuentro de Jesús con Tomás, que leíamos hace tres domingos, incidía en la permanencia de las llagas en las manos y en el costado, enseñándonos, por una parte, que la Pasión y la Muerte no quedan anuladas, sino vencidas y, por otra parte, que no están viendo a un fantasma, sino al mismo que padeció y murió. Sin embargo, la presencia de Jesucristo en ese momento es accesible de un modo nuevo, y con la nota común de que es posible solo para quien está vinculado con la Iglesia naciente. Por ejemplo, el Señor no vuelve a Pilato, o a Anás y Caifás, para mostrarles que su ejecución no ha acabado definitivamente con Él.

«Os llevaré conmigo»

Estamos ante una de las frases que más sosiego tienen que causar en quien cree en Dios. El camino que nosotros tenemos que andar, Jesucristo lo ha recorrido antes. Él nos precede. Por eso, si hay un tema central que aglutina las distintas enseñanzas del pasaje evangélico de este domingo es la confianza en Dios, manifestado en Jesucristo, a pesar de que no lo veamos físicamente. El Evangelio establece claramente que quien nos muestra a Dios, quien nos lo revela, es Jesucristo. Por eso, al principio se pone en paralelo al Padre y al Hijo con la frase «creed en Dios y creed también en mí». Poco más abajo, Jesús responde al deseo de Felipe –«muéstranos al Padre»–, con un nítido «quien me ha visto a mí ha visto al Padre». La visibilidad de Dios a través de Jesucristo constituye una novedad radical para los oyentes, puesto que sabemos que, hasta la revelación de Cristo, Dios no solamente era invisible, sino que era imposible de conocer en un sentido pleno. Es cierto que Dios se había revelado al hombre antes de la Encarnación de Jesucristo, pero de un modo incompleto.

Si hay una frase representativa en el pasaje evangélico del domingo es: «Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí». Se trata de una afirmación que no deja lugar a dudas. En primer lugar, se plantea algo que es evidente por el sentido del enunciado: la posibilidad de conocimiento de Dios no nace de nuestro propio interés, fuerza o reflexión interior, sino del conocimiento y participación en la vida de Cristo; en segundo lugar, esa inserción en el Señor es no solo una condición necesaria, sino también la garantía de que tenemos acceso al Padre.

«El que cree en mí hará las obras que yo hago»

«Y aun mayores», continúa el texto del Evangelio. Parece pretencioso pensar que los discípulos del Señor pueden superar la obra del Maestro. Sin embargo, el modo adecuado de pensar esta capacidad es conociendo algo que se nos va a ir presentando paulatinamente en las siguientes semanas: se nos dará el Espíritu Santo. La misión de Jesucristo tiene continuidad en la Iglesia, asistida por la fuerza del Espíritu, que guía y extiende la acción del Señor mientras el mundo existe. Los propios discípulos comprobaron esta realidad, alcanzando con su predicación, pocos años tras la culminación del Misterio Pascual, territorios cada vez más alejados de las fronteras en las que Jesús predicó y actuó.

Evangelio / Juan 14, 1-12

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».

Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde: «Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras.

En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre».